lunes, 23 de julio de 2012

Un volcán llamado Jorge Oteiza


El espíritu romántico es un elemento consustancial a la era contemporánea. Instigador de utopías políticas y revoluciones sociales, está también inscrito a fuego en el ADN de las artes de los últimos dos siglos. El romanticismo no es solamente un fenómeno artístico y literario que abarca la primera mitad del siglo XIX, sino una exacerbación del pensamiento ilustrado que da origen a lo que hoy somos. En el plano artístico, aunque los sucesivos movimientos de vanguardia rechazaron el romanticismo en la forma, lo cierto es que el aliciente de uno y otros era el mismo: la libertad. No son pocos, además, los artistas modernos que han combinado sus investigaciones estéticas con preocupaciones políticas. Por todos estos motivos, hay pocos artistas contemporáneos que representen el prototipo de artista romántico mejor que Jorge Oteiza (Orio, 1908 - San Sebastián, 2003).
     Su biografía más reciente, escrita por Carlos Martínez Gorriarán, ha sido mi primer acercamiento al artista vasco más allá de alguna que otra escultura que he podido ver en museos de arte contemporáneo. La gran virtud de esta monografía, publicada en 2011, es dar una visión completa de Oteiza. Eso significa que se detiene no sólo en los brillantes hallazgos estéticos del escultor, sino también en su pensamiento político y los rasgos más contradictorios de su personalidad. Ordenado de forma básicamente cronológica, la lectura de este libro dará al lector una visión panorámica de un personaje fascinante y excesivo.
     Para mí, que no sabía nada de Jorge Oteiza, lo que más me interesaba era saber cómo había sido la evolución de su obra plástica. Tras sus comienzos artísticos en el País Vasco y Madrid, donde trató de poner en marcha diversos proyectos vanguardistas que animaran la escena local, Gorriarán dedica un extenso capítulo a la peripecia de Oteiza por tierras americanas, donde viajó poco antes de estallar la Guerra Civil en España. Fue una estancia de nada menos que trece años, que lo llevó a Argentina, Chile y Colombia. Allí comienza a elaborar un programa artístico que se irá complicando con el paso de los años a la vez que, paradójicamente, se hace más sencillo en la forma. Si el tiempo que pasó en América supuso un salto cualitativo fue, sobre todo, por su encuentro con el arte precolombino y la relación que mantuvo con algunos artistas clave, como Lucio Fontana o Tomás Maldonado.
     Desde el punto de vista artístico, el capítulo crucial del libro es el que el autor dedica a los diez años que van desde 1950 hasta 1960. Es la década del Propósito Experimental, un proceso que había de conducir al fin último de la escultura de Oteiza: la representación del vacío. El relato minucioso de Gorriarán nos lleva a través de ese fascinante camino emprendido por Oteiza, desde que concibe teóricamente ese proceso hasta la plasmación plástica del mismo. Las ilustraciones que acompañan al texto se vuelven en muchos momentos imprescindibles para entender bien la teoría. A su vez, es emocionante comprobar en dichas imágenes cómo ese vacío se hace visible en, por ejemplo, las Cajas metafísicas. Estos brillantes hallazgos estéticos, acompañados de todo un programa teórico, le valieron  a Oteiza el primer premio de escultura en la Bienal de arte de Sao Paulo de 1957 (premio, por otro lado, no exento de polémica, animada en buena parte por el propio Oteiza).
     En lo que me da la impresión que este libro de Carlos Martínez Gorriarán marca diferencias con anteriores biografías de Oteiza es en que se detiene en la vida y pensamiento de éste tanto o más que en su obra plástica y preocupaciones estéticas. El autor dedica muchas páginas a las partes menos amables de la biografía del artista, como su carácter irascible y sus radicales posicionamientos políticos, producto de un mejunje muy particular de vago izquierdismo y nacionalismo radical. En su texto más célebre, Quosque tandem…! Ensayo de interpretación del alma vasca, Oteiza da las líneas maestras de su pensamiento social y político. Para él, la actividad política debe derivar siempre de la investigación estética, nunca al contrario, de modo que se presenta ante la sociedad como una especie de mesías. Huelga decir que el incendiario Quosque tandem…! inspiró a no pocos jóvenes que posteriormente fundaron ETA, a la que Oteiza apoyó en un principio. Su distanciamiento posterior del terrorismo no fue del todo tajante. Gorriarán insiste varias veces en que Oteiza fue un mesías pero no un mártir, al que le gustaba instigar pero dejar que fueran otros los que llevaran a la práctica la teoría.
     Si uno lo piensa, el caso de Oteiza no deja de ser un ejemplo prototípico –llevado al extremo, si se quiere– del clásico artista de vanguardia, que quiere trascender la mera actividad estética. Oteiza pensaba que el fin último del arte era fundirse con la propia vida. La beligerancia con que defendía estos y otros postulados no es, ni mucho menos, una excepción dentro del arte de vanguardia. Al fin y al cabo, esa actitud combativa ha dado origen a muchas de las más brillantes obras de arte de nuestro tiempo. El propio Gorriarán habla en el prólogo del libro de lo estimulante que resultaba ir de visita a casa de Oteiza y recibir como un vendaval sus discursos apasionados y provocativos. Lo que sucede es que, en Oteiza, tanto lo bueno como lo malo se expresaba siempre en sus formas más radicales. Gorriarán sitúa este pensamiento vehemente, muchas veces violento, en la inseguridad congénita del artista. Aunque Oteiza decía no estar demasiado interesado en exponer su obra o en saber qué opinaban de él los críticos, lo cierto es que necesitaba desesperadamente de estas dos cosas para convencerse a sí mismo del talento que poseía.
     Hemos de dejar claro que Gorriarán no pone en ningún momento en cuestión la valía artística de Jorge Oteiza, hoy considerado uno de los mayores escultores del siglo XX. Desde luego que la producción plástica del escultor vasco es válida por sí misma, y en ella reside su valor dentro de la Historia del Arte. Siendo esto cierto, también lo es que de este modo nunca podremos aspirar a una visión total de la figura de Oteiza, ya que en algunos casos su pensamiento es fundamental para dar un significado completo a la obra, por molestos que resulten algunos de sus postulados más radicales. Es el paradigma del artista moderno y, a la vez, un caso muy particular. Como dice Gorriarán, “el de Oteiza es un caso, más raro, de artista-político cuyo mayor éxito consistió en la acumulación de fracasos políticos y de aciertos artísticos”.

Jorge Oteiza, hacedor de vacíos. Carlos Martínez Gorriarán. Marcial Pons. Madrid, 2011.


A volcano named Jorge Oteiza

The romantic spirit is an unavoidable matter of our time. Instigator of political utopias and social revolutions, it is also engraved at the heart of the arts of the last two centuries. Romanticism is not only a literary and artistic genre of the 19th century; it’s Enlightenment put into practice, which gives birth to what we are today. In the artistic front, although the consecutive avant-garde movements have denounced Romanticism in form, they all share the same profound goal: freedom. There are also many cases of modern artists that have combined their aesthetic work with an interest in politics. For all these reasons, there aren’t many artists that embody the Romantic archetype as well as Jorge Oteiza (Orio, 1980 - San Sebastian, 2003).
     His most recent biography, written by Carlos Martínez Gorriarán, has been my first real approach to the Basque artist apart from the few sculptures I’ve seen at museums. The book’s greatest virtue is that it gives a complete account of Oteiza’s life. This means that he talks not only about the sculptor’s brilliant aesthetic achievements, but also his political thoughts and the contradictory aspects of his personality. Told in more or less chronological order, the book will give the reader a complete view of a fascinating and excessive man.
     For me, who knew little about Jorge Oteiza, the thing I was most interested in was the evolution of his sculpture. After talking about his beginnings in the Basque Country and Madrid, where he took on various avant-garde projects to modernise the local scene, Gorriarán dedicates a large chapter to Oteiza’s journeys throughout South America, where he travelled little before the eruption of the Spanish Civil War. It was a long stay –13 years–during which he lived in Argentina, Chile and Colombia. It is there that he began the elaboration of an artistic programme which got ever more complicated as the years passed at the same time, curiously, that his sculpture became more and more simple. His stay in America meant such a leap in his career because of his discovery of native-American art and his relationship with contemporary artists such as Lucio Fontana and Tomás Maldonado.
     From an artistic point of view, the crucial chapter is the one dedicated to the period of 1950-60. It’s the decade of the ‘Experimental Purpose’, a process which led to the ultimate goal of Oteiza’s sculpture: the representation of emptiness. Gorriarán’s account of this fascinating period takes us from the birth of the process to its conclusions. The pictures that accompany the text are sometimes indispensable in order to understand the theory. At the same time, it’s exciting to witness how emptiness becomes visible in works like his Metaphysical Boxes. These brilliant discoveries, along with a detailed programme, made him worthy of the first prize in sculpture at the 1957 Sao Paulo Biennial (a prize surrounded by certain controversy, to which Oteiza contributed himself).
     I have the impression that this book by Carlos Martínez Gorriarán is different to previous studies of Oteiza because he focuses on his life and thoughts as much as on his artistic output. The author dedicates many pages to the less ‘pleasant’ aspects of his biography, such as his irritable character and radical political leanings, a product of vague left-wing theory and radical nationalism. In his most celebrated text, Quosque tandem...! Essay on the interpretation of the Basque soul, Oteiza lays down the key points of his social and political philosophy. For him, political activity should always be second to aesthetic investigation, never the other way around. He therefore presents himself before society as a kind of messiah. Needless to say that the incendiary Quosque tandem...! inspired many young men and women who would later found ETA, who Oteiza supported at first. His later distancing from terrorism was never fully categorical. Gorriarán insists on how Oteiza was a messiah but not a martyr, preferring to instigate violent action rather than putting it into practice himself.
     If one stops to think about it, Oteiza’s case is an archetypical example –taken to its extreme, perhaps– of the classical avant-garde artist, who aims to transcend his merely aesthetic activity. Oteiza thought that art’s ultimate goal was to mix with life itself. The ferocity with which he defended these and other positions is hardly an exception in avant-garde movements. After all, this aggressive attitude has given birth to some of the best works of art of our time. Gorriarán himself reflects on how stimulating it was to visit Oteiza’s house, where the artist would launch a series of passionate and provocative speeches. The problem was that Oteiza always tended to the radical side of things. Gorriarán considers the artist’s insecurity to be the cause of his complex personality. Although Oteiza frequently stated he wasn’t interested in exhibitions or what the critics thought about him, the truth is he desperately needed both these things in order to convince himself of his worth.
     Gorriarán never doubts this worth, as Oteiza is now considered one of the great sculptors of the twentieth century. Of course one can see his works independently and get to this conclusion. But it’s also true that, this way, we will have only a partial understanding of the artist, since in some cases his ideology is crucial in order to fully understand his oeuvre. He is the paradigm of the modern artist and, at the same time, a peculiar figure. As Gorriarán puts it, ‘Oteiza’s is a stranger case of artist-politician whose greatest success consisted in the accumulation of political failures and artistic achievements.’

Jorge Oteiza, hacedor de vacíos. Carlos Martínez Gorriarán. Marcial Pons. Madrid, 2011.



lunes, 9 de julio de 2012

Cuando no ocurre nada

Y por fin, Hopper. Ansiaba desde hacía tiempo encontrarme con una amplia concentración de su obra, como la que puede verse ahora en el Museo Thyssen-Bornemisza. Creo que uno debe pensárselo dos veces antes de ponerse a escribir sobre una exposición como esta, de la que se ha hablado tanto ya. Cierto que no he leído ninguna monografía sobre el artista para preparar este texto, pero creo que la suya es una obra que se explica perfectamente por sí misma.
     Edward Hopper (Nyack, 1882 - Nueva York, 1967) es un rarísimo ejemplo de artista que ocupa un lugar preeminente en el arte del siglo XX y que pudo permitirse el lujo de no sentir ningún interés por Picasso. En sus viajes por Europa, su mirada se dirigió no a la vanguardia sino al Louvre o al Prado. No por ser tan tentador afirmar que Hopper es una especie de islote dentro del arte de su tiempo deja de tener su buena parte de verdad. Es un pintor muy moderno que, sin embargo, no  cumple con los requisitos formales de lo que por entonces se entendían como modernos. Demuestra cómo a principios del siglo XX uno podía fijarse más en Degas que en Cézanne y no convertirse irremediablemente en un carcamal.
     Si me decidí finalmente a escribir sobre esta exposición fue en buena medida por la cantidad de tópicos que circularon en torno a Hopper cuando se inauguró la muestra, como si las palabras pomposas quisieran suplir la aparente falta de complejidad de los cuadros. En un programa de televisión de amplísima difusión, por ejemplo, escuché un lugar común que a estas alturas empieza a carecer de significado alguno: la pintura de Hopper es “el reverso del sueño americano”. El público no especializado haría bien en no fijarse demasiado en estas muchas vaguedades.
     No es que las cosas que se dicen sobre Hopper sean mentira, pero sí poco matizadas. El gran tema imposible de eludir al hablar de su pintura es la soledad. No hay duda, como tampoco la de que muchas veces el asunto se saca un poco de quicio. Por ejemplo, ¿por qué esa soledad tiene que ser siempre reflejo de algún tema más amplio y trascendental? A menudo se escucha que los personajes solitarios de Hopper representan la incomunicación del hombre contemporáneo, un cansino leitmotiv de nuestro tiempo que aún no he sido capaz de entender del todo. En estos cuadros yo no veo aislamiento, sino a personas que han quedado absortas en sus quehaceres cotidianos, como la mujer que se dispone a vestirse y al mirar por la ventana entra en un estado de ensimismamiento.
     La identificación del espectador con los personajes de Hopper es la clave para entender por qué fascinan tanto sus cuadros. Es inevitable que los ojos se nos vayan inmediatamente hacia ellos, pero una observación más detenida nos demostrará la importancia que juega en todo ello la composición. En realidad, hay pocos elementos en los que fijarse, y allí es precisamente donde Hopper se revela como un pintor muy sabio, capaz de decir mucho con casi nada. En los años 40, el célebre crítico Clement Greenberg hizo la siguiente observación: “Hopper es sencillamente un mal pintor. Pero si fuera mejor pintor no sería, seguramente, un artista tan grande”. Decir esto y no quedar como un auténtico ignorante sólo está al alcance de los críticos con cierta aura. Esta excesiva disociación entre el Arte con mayúsculas y los distintos medios que éste adopta para expresarse –al modo de las Ideas de Platón–, conlleva el riesgo, ya muy extendido, de despreciar el trabajo físico e intelectual que conllevan las distintas técnicas artísticas, pudiéndose llegar a la conclusión de que artistas tan notables como Hopper o Pollock decidieron dedicarse a la pintura y no a la música no porque se les diera especialmente bien la primera, sino por puro capricho. Dejémoslo claro, por si acaso: Hopper fue un pintor excepcional.
     Por su manera de componer, por sus encuadres inusuales y expresivos, se dice con mucha frecuencia que la pintura de Hopper es muy cinematográfica. Yo diría que lo es a medias. Cierto que existen indudables lazos entre las dos artes, pero el cine se basa en el movimiento, en la sucesión de acciones, mientras que las escenas de Hopper parecen congeladas. El cine suele contar historias, y para ello enlaza una serie de acontecimientos que van construyendo el relato. Todo lo contrario que los cuadros de Hopper: cuando pinta gasolineras, no hay clientes llenando los depósitos de sus coches sino paisajes desiertos; en las muchas vías de tren que retrata, no suele aparecer un solo vagón; cuando pinta un teatro, se centra en las butacas, no el escenario. Como el fotógrafo que ha llegado tarde o demasiado pronto para documentar una noticia, Hopper nos enseña lo que pasa cuando no pasa nada. Es lo mismo que hace con las personas, a las que suele retratar al margen de su faceta social. Cuando veo a esos personajes solitarios, tomando el sol o mirando por la ventana, no siento lástima por ellos ni saco una deprimente lección sociológica. Veo en ellos el perfecto reflejo de un hombre muy celoso de su intimidad. Pienso en soledades gozosas y digo: claro que los cuadros de Hopper son trascendentes, pero la suya es la trascendencia íntima, indelegable.

Hopper. Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Hasta el 16 de septiembre.

 
Mañana en una ciudad, 1944







When nothing happens

And finally, Hopper. I’d been waiting a long time to see a display of his work such as the one at the Thyssen-Bornemisza Museum. One should think twice before deciding to write about a show like this, about which much has already been said. It’s true that I haven’t read any extensive book about the artist, but I think this is an oeuvre which pretty much speaks for itself.
     Edward Hopper (Nyack, 1882 - New York, 1967) is a rare case of an artist solidly established as one of the greats of the 20th century that, at the same time, showed no interest for Picasso. In his travels through Europe, he looked not towards the avant-garde, but more towards the Louvre and the Prado. Although saying that Hopper is a kind of island amongst the art of his time may be somewhat obvious, it’s nonetheless true in most part. His painting is no doubt modern, although it formally doesn’t match with the idea of what “modern” was at the time. He shows how, at the beginning of the 20th century, one could admire Degas more than Cézanne and not become an old fart  in the process.
     If I finally decided to write about the exhibition it was because of the many clichés that were said when the show was opened to the public, as if the baroque words were aiming to make up for the paintings’ apparent lack of complexity. On a primetime TV show I heard a phrase so commonplace that, at this stage, it’s starting to mean nothing at all: Hopper’s painting is ‘the reverse of the American Dream.’ Non-specialised visitors to the exhibition would do well in not paying much attention to all these many vague remarks.
     It’s not that everything that is said about Hopper is a lie, but most of the time these judgements lack true meaning. The greatest, unavoidable theme around his painting is solitude. There’s no doubt about it, but I also think that sometimes people read into the subject far too much. For example, why does that solitude always have to refer to some bigger, more transcendental matter? One usually hears that Hopper’s lonely figures represent the modern man’s lack of communication, a tiresome leitmotiv of our time which I haven’t yet been able to fully understand. I see no isolation in these paintings, but rather people who, for some reason, have become absent-minded in their daily routines, like the woman who enters a kind of trance looking out of the window while she's getting dressed.
     The viewer’s identification with Hopper’s characters is the key to understand why his paintings are so fascinating. It’s inevitable to be drawn towards the figures, but a closer look will demonstrate how important the composition is in all of this. In truth, there are few elements on which to dwell, and that’s precisely where Hopper reveals himself as a very wise painter, capable of saying much with barely any means. In the 1940’s, the celebrated art critic Clement Greenberg said the following: ‘Hopper simply happens to be a bad painter. But if he were a better painter, he would, most likely, not be so superior an artist.’ Only an art critic with a certain aura can say this and not be taken for a fool. This excessive dissociation between ‘Art’ and the different means it adopts in order to express itself –in the style of Plato’s Forms–, runs the risk, rather common now, of discrediting the physical and intellectual effort that the different artistic techniques entail. This way, one could reach the conclusion that outstanding artists such as Hopper or Pollock chose painting instead of, say, music not because they had a special talent for the first, but rather out of pure fancy. Let’s speak clearly, just in case: Hopper was an exceptional painter.
     Because of his way of composing, because of his unusual and expressive framings, it is commonly said that Hopper’s painting is very similar to cinema. I would say this is half true. It’s true that there are important links between the two arts, but film is based on movement, on the succession of actions, whereas Hopper’s scenes seem frozen. Cinema usually tells stories, linking a series of events which build up the plot. Completely the opposite to Hopper’s paintings: when he paints petrol stations, there are no customers filling the tanks of their cars, only desert sceneries; on the many tracks he portrays, there’s hardly ever a train in sight; when he paints a theatre, he focuses on the seats, not the stage. Like the photographer who arrives late or too early at the scene of an important event, Hopper shows us what happens when nothing happens. It’s the same with his human figures, who are usually portrayed away from their social facet. When I see those solitary people, sitting out in the sun or looking through the window, I don’t feel sorry for them or become aware of some depressing sociological fact. What I see in them is the reflection of a man who was very protective of his privacy. I think of pleasant solitudes and say: of course Hopper’s paintings are transcendent, but the transcendence of his figures is intimate, unique.

Hopper. Thyssen-Borenemisza Museum. Paseo del Prado, 8. Madrid. Until 16th September.