Y por fin, Hopper. Ansiaba desde hacía tiempo encontrarme con una amplia concentración
de su obra, como la que puede verse ahora en el Museo Thyssen-Bornemisza. Creo
que uno debe pensárselo dos veces antes de ponerse a escribir sobre una exposición
como esta, de la que se ha hablado tanto ya. Cierto que no he leído ninguna
monografía sobre el artista para preparar este texto, pero creo que la suya es
una obra que se explica perfectamente por sí misma.
Edward Hopper (Nyack, 1882 -
Nueva York, 1967) es un rarísimo ejemplo de artista que ocupa un lugar preeminente
en el arte del siglo XX y que pudo permitirse el lujo de no sentir ningún
interés por Picasso. En sus viajes por Europa, su mirada se dirigió no a la
vanguardia sino al Louvre o al Prado. No por ser tan tentador afirmar que
Hopper es una especie de islote dentro del arte de su tiempo deja de tener su
buena parte de verdad. Es un pintor muy moderno que, sin embargo, no cumple con los requisitos formales de lo que
por entonces se entendían como modernos. Demuestra cómo a principios del siglo
XX uno podía fijarse más en Degas que en Cézanne y no convertirse irremediablemente
en un carcamal.
Si me decidí finalmente a
escribir sobre esta exposición fue en buena medida por la cantidad de tópicos
que circularon en torno a Hopper cuando se inauguró la muestra, como si las
palabras pomposas quisieran suplir la aparente falta de complejidad de los cuadros.
En un programa de televisión de amplísima difusión, por ejemplo, escuché un
lugar común que a estas alturas empieza a carecer de significado alguno: la
pintura de Hopper es “el reverso del sueño americano”. El público no
especializado haría bien en no fijarse demasiado en estas muchas vaguedades.
No es que las cosas que se
dicen sobre Hopper sean mentira, pero sí poco matizadas. El gran tema imposible
de eludir al hablar de su pintura es la soledad. No hay duda, como tampoco la
de que muchas veces el asunto se saca un poco de quicio. Por ejemplo, ¿por qué
esa soledad tiene que ser siempre reflejo de algún tema más amplio y
trascendental? A menudo se escucha que los personajes solitarios de Hopper
representan la incomunicación del hombre contemporáneo, un cansino leitmotiv de
nuestro tiempo que aún no he sido capaz de entender del todo. En estos cuadros
yo no veo aislamiento, sino a personas que han quedado absortas en sus
quehaceres cotidianos, como la mujer que se dispone a vestirse y al mirar por
la ventana entra en un estado de ensimismamiento.
La identificación del
espectador con los personajes de Hopper es la clave para entender por qué
fascinan tanto sus cuadros. Es inevitable que los ojos se nos vayan
inmediatamente hacia ellos, pero una observación más detenida nos demostrará la
importancia que juega en todo ello la composición. En realidad, hay pocos
elementos en los que fijarse, y allí es precisamente donde Hopper se revela
como un pintor muy sabio, capaz de decir mucho con casi nada. En los años 40,
el célebre crítico Clement Greenberg hizo la siguiente observación: “Hopper es
sencillamente un mal pintor. Pero si fuera mejor pintor no sería, seguramente,
un artista tan grande”. Decir esto y no quedar como un auténtico ignorante sólo
está al alcance de los críticos con cierta aura. Esta excesiva disociación
entre el Arte con mayúsculas y los distintos medios que éste adopta para
expresarse –al modo de las Ideas de
Platón–, conlleva el riesgo, ya muy extendido, de despreciar el trabajo físico
e intelectual que conllevan las distintas técnicas artísticas, pudiéndose
llegar a la conclusión de que artistas tan notables como Hopper o Pollock
decidieron dedicarse a la pintura y no a la música no porque se les diera
especialmente bien la primera, sino por puro capricho. Dejémoslo claro, por si
acaso: Hopper fue un pintor excepcional.
Por su manera de componer, por
sus encuadres inusuales y expresivos, se dice con mucha frecuencia que la
pintura de Hopper es muy cinematográfica. Yo diría que lo es a medias. Cierto
que existen indudables lazos entre las dos artes, pero el cine se basa en el
movimiento, en la sucesión de acciones, mientras que las escenas de Hopper
parecen congeladas. El cine suele contar historias, y para ello enlaza una
serie de acontecimientos que van construyendo el relato. Todo lo contrario que
los cuadros de Hopper: cuando pinta gasolineras, no hay clientes llenando los
depósitos de sus coches sino paisajes desiertos; en las muchas vías de tren que
retrata, no suele aparecer un solo vagón; cuando pinta un teatro, se centra en
las butacas, no el escenario. Como el fotógrafo que ha llegado tarde o
demasiado pronto para documentar una noticia, Hopper nos enseña lo que pasa
cuando no pasa nada. Es lo mismo que hace con las personas, a las que suele
retratar al margen de su faceta social. Cuando veo a esos personajes
solitarios, tomando el sol o mirando por la ventana, no siento lástima por
ellos ni saco una deprimente lección sociológica. Veo en ellos el perfecto
reflejo de un hombre muy celoso de su intimidad. Pienso en soledades gozosas y
digo: claro que los cuadros de Hopper son trascendentes, pero la suya es la
trascendencia íntima, indelegable.
Hopper.
Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Hasta el 16 de
septiembre.
Mañana en una ciudad, 1944 |
When nothing happens
And finally, Hopper. I’d been waiting
a long time to see a display of his work such as the one at the Thyssen-Bornemisza
Museum. One should think twice before deciding to write about a show like this,
about which much has already been said. It’s true that I haven’t read any
extensive book about the artist, but I think this is an oeuvre which pretty
much speaks for itself.
Edward Hopper (Nyack, 1882 - New York, 1967) is a rare case of an artist
solidly established as one of the greats of the 20th century that,
at the same time, showed no interest for Picasso. In his travels through
Europe, he looked not towards the avant-garde, but more towards the Louvre and
the Prado. Although saying that Hopper is a kind of island amongst the art of
his time may be somewhat obvious, it’s nonetheless true in most part. His
painting is no doubt modern, although it formally doesn’t match with the idea
of what “modern” was at the time. He shows how, at the beginning of the 20th
century, one could admire Degas more than Cézanne and not become an old fart in the process.
If I finally decided to write about the exhibition it was because of the
many clichés that were said when the show was opened to the public, as if the baroque
words were aiming to make up for the paintings’ apparent lack of complexity. On
a primetime TV show I heard a phrase so commonplace that, at this stage, it’s
starting to mean nothing at all: Hopper’s painting is ‘the reverse of the
American Dream.’ Non-specialised visitors to the exhibition would do well in
not paying much attention to all these many vague remarks.
It’s not that everything that is said about Hopper is a lie, but most of
the time these judgements lack true meaning. The greatest, unavoidable theme
around his painting is solitude. There’s no doubt about it, but I also think that
sometimes people read into the subject far too much. For example, why does that
solitude always have to refer to some bigger, more transcendental matter? One
usually hears that Hopper’s lonely figures represent the modern man’s lack of
communication, a tiresome leitmotiv of our time which I haven’t yet been able
to fully understand. I see no isolation in these paintings, but rather people
who, for some reason, have become absent-minded in their daily routines, like
the woman who enters a kind of trance looking out of the window while she's getting dressed.
The viewer’s identification with Hopper’s characters is the key to
understand why his paintings are so fascinating. It’s inevitable to be drawn
towards the figures, but a closer look will demonstrate how important the
composition is in all of this. In truth, there are few elements on which to
dwell, and that’s precisely where Hopper reveals himself as a very wise
painter, capable of saying much with barely any means. In the 1940’s, the
celebrated art critic Clement Greenberg said the following: ‘Hopper simply happens to be a bad painter. But if he
were a better painter, he would, most likely, not be so superior an artist.’
Only an art critic with a certain aura can say this and not be taken for a
fool. This excessive dissociation between ‘Art’ and the different means it
adopts in order to express itself –in the style of Plato’s Forms–, runs the risk, rather common now, of discrediting the physical
and intellectual effort that the different artistic techniques entail. This
way, one could reach the conclusion that outstanding artists such as Hopper or
Pollock chose painting instead of, say, music not because they had a special
talent for the first, but rather out of pure fancy. Let’s speak clearly, just
in case: Hopper was an exceptional painter.
Because of his way of composing, because
of his unusual and expressive framings, it is commonly said that Hopper’s
painting is very similar to cinema. I would say this is half true. It’s true
that there are important links between the two arts, but film is based on
movement, on the succession of actions, whereas Hopper’s scenes seem frozen. Cinema
usually tells stories, linking a series of events which build up the plot.
Completely the opposite to Hopper’s paintings: when he paints petrol stations,
there are no customers filling the tanks of their cars, only desert sceneries;
on the many tracks he portrays, there’s hardly ever a train in sight; when he
paints a theatre, he focuses on the seats, not the stage. Like the photographer
who arrives late or too early at the scene of an important event, Hopper shows
us what happens when nothing happens. It’s the same with his human figures, who
are usually portrayed away from their social facet. When I see those solitary
people, sitting out in the sun or looking through the window, I don’t feel
sorry for them or become aware of some depressing sociological fact. What I see
in them is the reflection of a man who was very protective of his privacy. I
think of pleasant solitudes and say: of course Hopper’s paintings are
transcendent, but the transcendence of his figures is intimate, unique.
Hopper. Thyssen-Borenemisza Museum. Paseo
del Prado, 8. Madrid. Until 16th September.