sábado, 28 de abril de 2012

A solas con Solana

Una mirada penetrante preside el salón. Numerosos dibujos pueblan las paredes pero la ausencia de cartelas desconcierta. Sobre la majestuosa mesa de madera descansan dos catálogos abiertos por la mitad: una invitación que por algún motivo parece tramposa. Hay demasiado silencio. En una vitrina, más catálogos. Y fotocopias en blanco y negro de más catálogos. Tengo la sensación de estar interrumpiendo algo. No sé si sigo en la exposición o si me he introducido sin querer y sin permiso en la sala de estar de un fervoroso coleccionista del artista que me sigue observando desde el marco de su autorretrato. El artista en cuestión es José Gutiérrez Solana.
     Mi irracional devoción por este pintor se ha visto siempre teñida de una inevitable intimidación, nunca plenamente entendida. Recuerdo cómo de niño mi padre me llamó la atención por primera vez sobre el artista. Sin ser explícito, el tono de su voz delataba una profunda admiración, y quizá de ahí venga todo. Acaso fue la primera vez que comprendí que algo tan tenebroso como un prototípico cuadro de Solana podía ser algo digno de aprecio estético. La imagen algo nebulosa y mítica de Solana que quedó en mi recuerdo se vio sin duda favorecida por el hecho de que es difícil ver cuadros suyos en colecciones públicas. Y aunque con el paso de los años y los estudios he comprendido que la calidad de su pintura reside en más sitios aparte de la impactante primera impresión, creo que esa mitificación infantil no se irá jamás del todo.
     Quizá nunca he podido enfrentarme a José Gutiérrez Solana como ahora, solo y en salas sepulcrales como las de la galería Leandro Navarro, siempre tan silenciosas por la moqueta que cubre el suelo. Por solo que se esté en la sala de un museo, uno siempre tiene la impresión de estar en un lugar irremediablemente público. Lo bueno de las galerías es que muchas son de dimensiones domésticas, lo cual le viene al pelo a una exposición como esta, titulada “Solana íntimo”. Tan íntimo como que encontramos fragmentos de la vida cotidiana del artista. En la primera sala, a pesar de tener en frente un gran dibujo de figuras de carnaval, hay otra cosa que me llama más la atención. En mitad de la sala hay una vitrina de tamaño considerable que contiene un pequeño grupo escultórico en estuco de un cazador con escopeta en mano, su perro y un conejo que trata de esconderse como puede bajo un pequeño arbusto. Mi sorpresa se disipa parcialmente al leer la cartela, donde reza que esta pieza perteneció a Solana. No es el único objeto suyo que se muestra. Además de otro peculiar objeto decorativo que aparece en el cuadro El viejo armador (no expuesto aquí, pero del que se ofrece una reproducción), me impresiona especialmente una pequeña talla de un Cristo parecida a las que pueblan algunos de sus bodegones. Para rematar, una serie de artículos de escritorio utilizados por el artista. Sin darme cuenta, mi visita a la exposición se ha convertido en un pequeño peregrinaje.
     Supongo que el hecho de incluir estos objetos junto a cuadros y dibujos estará hecho con toda la intención. Desde luego es un gran acierto. Pero no sé si me ayudan a desentrañar la figura de este pintor que para mí sigue envuelto en un aura de misterio. Descubrir que estos objetos extraños, como una talla precolombina de un pato, lo acompañaban en su día a día solamente hacen que su personalidad sea más impenetrable para mí. Casi que me consuela encontrar al Solana temido pero conocido, el de los cuadros lúgubres y atrayentes. Qué mejor momento que este, a solas, en silencio, para tratar de hacerme definitivamente con Solana, de dominarlo y encasillarlo para poder escribir sobre él con mayor comodidad.
     Pero hay algo que sigue sin cuadrarme. Ahora que compruebo que muchas de las cosas que pintaba no eran producto de un atrezzo fantasioso, sino que las tenía en su casa, me es más difícil hacer encajar sus temas con su manera de pintar. Estoy seguro de que más de un surrealista podría haber asumido muchos de los temas de Solana, titulándolos previamente de forma convenientemente surrealista. Muchas de las escenas del madrileño parecen decir más de lo que aparentan, y sin embargo llevan títulos meramente descriptivos, tanto como su estética. Veo la obra Procesión de la Dolorosa y recuerdo lo que nos decía el profesor que nos explicó Solana en la facultad. Decía que en los cuadros en que aparecen representaciones de personas reales junto a maniquíes o, como en este caso, esculturas de figuras religiosas, es difícil saber cuáles son los vivos y cuáles los inanimados. Y es porque trata todo lo que pinta de la misma manera desapasionada, casi quirúrgica. Quizá estos temas resultan tanto más misteriosos precisamente porque Solana no les saca más punta. El resorte perezoso que nos hace clasificar de inmediato a Solana como un “realista” choca con los hechos cuando uno se detiene un rato a observar sus imágenes. A diferencia de la mayoría de exposiciones que visito, salgo de esta de Solana sin la verdadera convicción de que haya llegado a entender al artista siquiera un poco mejor.
     Sin duda la intimidación a la que me refería al principio del texto se debe a que soy incapaz de comprender a Solana, algo que de momento no han podido remediar los distintos textos biográficos que he leído sobre él. Como último recurso siempre me quedará leerlo a él directamente, a través esa edición de su España Negra que le regalé a mi padre hace unos años en agradecimiento por haberme introducido al artista. Pero temo pensar que quizá ni siquiera por esas, acaso porque estoy condenado a que siempre pese demasiado ese primer deslumbramiento de la infancia.

Solana íntimo. Galería Leandro Navarro. Amor de Dios, 1. Madrid. Hasta el 11 de mayo.

 
Autorretrato, 1917-1920

Alone with Solana

A pair of penetrating eyes watch over the room. Many pictures fill the walls, but the absence of labels is disconcerting. On a majestic table lay a pair of open catalogues: an invitation which seems somehow deceitful. There’s too much silence. Inside a showcase, more catalogues. And photocopies in black and white of more catalogues. I’ve got the feeling I’ve interrupted something. I’m not sure if I’m still at the exhibition or if I’ve entered, unknowingly and without permission, the living room of an obsessive collector of the artist that is still watching me from the frame of his self-portrait. The artist in question is José Gutiérrez Solana.
     My irrational devotion to this painter has always gone hand in hand with certain intimidation, which I’ve never fully understood. I remember how, as a child, my dad drew my attention upon this artist. Though not explicitly, the tone of his voice indicated profound admiration, and maybe that’s where it all comes from. That might well have been the first time I understood that something as dark as a typical Solana could be worthy of aesthetic appreciation. The blurry and faintly mythical image I had of Solana that remained in my memory was no doubt encouraged by the fact that it’s very difficult to see his work in public collections. And even though the pass of time and studies has made me see there’s more to his painting than just that first striking impression, I think my childish myth will never fully disappear.
     Perhaps I’ve never been able to confront José Gutiérrez Solana as I can now, alone and in this gallery’s sepulchral rooms, always so silent because of the carpet on the floor. No matter how alone one finds him or herself in a museum, one always has the feeling of being in a public space. The good thing about galleries is that many of them have house-like dimensions, a very fitting condition for this particular exhibition, titled ‘Intimate Solana’. So intimate that we even find fragments of the artist’s life. In the first room, despite having a great Solana carnival scene before me, there’s something else that demands my attention. In the middle of the room, a large showcase contains a medium-size sculpture of a hunter with a shotgun in his hands, along with his hound and a rabbit that tries to hide under a bush. My surprise half disappears after reading the label, which informs me that this sculpture used to belong to Solana. It’s not the only belonging of his shown here. Apart from another peculiar decorative object that appears in the painting El Viejo Armador (The Old Shipowner, not shown here, but of which there is an illustration), I’m impressed by a small Christ that looks a lot like the ones that appear in some of his still lifes. To top it all off, a series of desktop utensils used by the artist. Without realising, my visit had turned into a small pilgrimage.
     I suppose that including these objects along with the paintings and drawings has been done with full intention. It is, no doubt, a good decision. But I’m not sure if they help me understand this painter, who for me is still surrounded by a mysterious aura. To discover that these strange objects, such as a pre-Columbian figure of a duck, lived with him at home only make his personality more impenetrable for me. I’m almost comforted when I find the feared but at least known Solana, the one of gloomy yet alluring paintings. What better time than now, then, alone and in silence, to finally get a grip on Solana, of classifying him so I can write about him more comfortably.
     But there’s something that still doesn’t seem to fit. Now that I see that many of the things he painted were products not of a fantastic atrezzo, but rather everyday things he had at home, I find it more difficult to relate them to his way of painting. I’m sure that a few surrealists could have perfectly assumed many of Solana’s themes, titling them in conveniently surrealist manner. Many of his scenes seem to say more than what it is explicitly there, but the titles are merely descriptive. I see the paiting Procesión de la Dolorosa (Procession of the ‘Dolorosa’) and remember what a professor told us when he explained Solana in class. He said that in the paintings where real people appear alongside decorative figures or religious sculptures, it’s difficult to tell the difference between the living and the dummies. And it’s because Solana treats everything he paints in the same dispassionate, nearly clinical, way. The reason these scenes appear to be mysterious is probably because Solana doesn’t put special emphasis on them. The lazy preconception that makes us automatically classify Solana as a ‘realist’ really clashes with the facts when we take some time to look at his paintings. As opposed to the majority of exhibitions I visit, I leave this one without the actual conviction of having learned anything new about the artist.
     No doubt the intimidation I referred to at the beginning is due to the fact that I am not able to understand Solana completely, something that the texts I’ve read about him haven’t been able to change. As a last resort I can always read the things Solana himself wrote, like that edition of his España Negra (Black Spain) I bought my father a few years ago as a thank you for having introduced me to the artist. But I think that maybe not even this will help me, perhaps because I’m condemned to always feel the weight of the impact of that first childhood memory.

Intimate Solana. Leandro Navarro gallery. Amor de Dios, 1. Madrid. Until 11th May.

lunes, 16 de abril de 2012

Fotografía antropocéntrica

E. O. Hoppé, Ezra Pound, 1918
Hace unos años, la Fundación Mapfre abrió su nueva sede en el paseo de Recoletos, lugar más a mano y visible que la sala de la avenida del General Perón. Su mayor visibilidad no ha sido sólo en términos físicos, sino de los propios contenidos de las exposiciones, tratando temas más populares como el impresionismo o el surrealismo. Más vistoso, sí, pero lo que para mí siguen haciendo mejor son las excelentes exposiciones de fotografía. Para alguien que ha estudiado arte en la Complutense, una de las grandes lagunas es precisamente la fotografía. Gracias a la Fundación Mapfre he ido supliendo las carencias de la carrera –inevitables, por otra parte– y familiarizándome con nombres como Walker Evans, Lisette Model o Eugéne Atget. He descubierto ahora a otros dos en sendas exposiciones organizadas por la Fundación.
     Emil Otto Hoppé (Múnich, 1878-Londres, 1972) se hizo célebre por sus retratos de algunas de las  grandes personalidades de las primeras décadas del siglo XX. Personalidades de todos los ámbitos, de la política a las artes, pasando por las ciencias: el rey Jorge V, Albert Einstein, George Bernard Shaw. Hoppé cumple sin duda con el presupuesto de que todo gran retratista debe saber sacar a la luz la personalidad de aquél a quien hace la foto. Otra cosa es que esa personalidad responda al ser profundo del retratado o a una exageración de carácter: no por ser algo teatral la pose desafiante de Ezra Pound deja de ser un gran retrato. Al igual que tantos artistas plásticos, Hoppé consigue una gran obra sin tener que moverse del estudio.
Lewis Hine, Judía en la isla de Ellis, 1905
     La fotografía de Lewis Hine (Wisconsin, 1874-Nueva York, 1940), en cambio, vivió siempre en la calle. A la entrada de la exposición nos reciben los rostros de los emigrantes europeos recién llegados a la isla de Ellis a principios de siglo. Hay pocas caras de esperanza, al igual que en las infraviviendas en las que Hine retrata a esos mismos emigrantes que empezaban su difícil andadura en América. Y de ahí a otros tantos lugares donde reinaban las injusticias. Podríamos hablar sin titubeos de una suerte de sociología fotográfica. De hecho, Hine fue sociólogo antes que fotógrafo, antes de descubrir que la cámara podía ser el mejor instrumento para sus estudios de campo. Participó en diversos proyectos de carácter progresista que buscaban mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Tanto el National Child Labor Committee, que denunciaba el trabajo infantil, como los organizadores del Pittsburg Survey (“Encuesta de Pittsburg”), que buscaba reflejar la vida de los trabajadores de dicha ciudad, requirieron los servicios de Hine, cuya estética y compromiso se adelantaron en unos veinte años a los trabajos de Dorothea Lange o Walker Evans, que nunca negaron su influencia.
     De manera más aficionada, E. O. Hoppé se propuso hacer otra clase de sociología. Uno se ve obligado a corregir esa imagen de fotógrafo exclusivamente “de estudio” cuando se encara la segunda parte de la exposición. En primer lugar, uno se encuentra con su serie de “Tipos”, la particular forma de Hoppé de dejar constancia de los distintos estratos de la sociedad. Así, encontramos al “tipo respetable” o a una señora que para él representa el prototipo del carácter inglés. Hoppé se había trasladado a Londres en 1902 y adquirió la nacionalidad británica diez años después. Es de suponer que la buena acogida que recibió en Inglaterra tuvo mucho que ver con el cariño que siempre profesó hacia su segunda patria, concretamente hacia Londres. Hoppé retrató la ciudad obsesivamente, recurriendo a veces, incluso, a una cámara oculta con el fin de conseguir la espontaneidad total de los protagonistas de las escenas. Para quien conozca Inglaterra, muchas de estas fotografías le parecerá que desprenden ese peculiar e intangible carácter de lo inglés. La plena integración de este fotógrafo dentro de la historia del arte británico queda reflejada de forma simbólica en el hecho de que durante un tiempo ocupó la casa que años atrás había sido la de John Everett Millais y que, más tarde, sería la de Francis Bacon.
     Ya sea a través de los retratos de tipos de Hoppé o las escenas de miseria de Hine, no cabe duda de que aquí la fotografía es un instrumento que quiere dejar constancia de lo que pasa. Más allá de este carácter documental, existe una similitud más profunda entre los dos. Me atrevería a calificar la fotografía de ambos como fotografía antropocéntrica. Igual que hay fotógrafos que consiguen maravillas centrando su atención en cualidades puramente estéticas o formales, hay otros que basan la expresividad y potencia de sus capturas en los rostros de sus semejantes. Tanto Hine como Hoppé hacen un elogio de la individualidad. A partir de la década de los 20, Hine siguió profundizando en su estudio del mundo del trabajo, pero desde un punto de vista más optimista. Hizo toda una exaltación de la importancia del trabajo de cada individuo dentro de un todo. “Las ciudades no se construyen solas”, recordaba mientras fotografiaba el proceso de construcción del Empire State Building. Por su parte, los retratos de Hoppé dejan claro que no hay dos rostros iguales y hacen bueno el refrán popular de que la cara es el espejo del alma. En definitiva, estas fotografías son mucho más que meros documentos de época.

Lewis Hine. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 29 de abril.
E. O. Hoppé. El estudio y la calle. Sala de exposiciones AZCA. Avenida del General Perón, 40. Madrid. Hasta el 20 de mayo.



Anthropocentric photography

A few years ago, the Mapfre Foundation opened their new space at the Paseo de Recoletos, a place more visible than their exhibition hall at Avenida del General Perón. Not only is the building more eye-catching, but also their exhibitions, focusing on more popular themes, such as Impressionism and Surrealism. More eye-catching, true, but I consider that what they continue to do best are their excellent exhibitions on photography. For someone who has studied at the Complutense University, photography is, precisely, one of those subjects that are hardly taught. Thanks to the Mapfre Foundation, I’m gradually filling in those gaps and getting to know names like Walker Evans, Lisette Model or Eugéne Atget. I’ve now discovered another two thanks to a pair of exhibitions organised by the Fundación.
     Emil Otto Hoppé (Munich, 1878-London, 1972) made a name for himself thanks to the portraits he took of many great celebrities throughout the early 20th century. Celebrities of all areas, from politics to the arts, including science: king George V, Albert Einstein, George Bernard Shaw. Hoppé is the classical example of the portrait photographer who is able to make emerge the personality of whom he is taking the picture. Whether this personality is the person’s true, profound self or whether it is an exaggeration of character is another thing: although Ezra Pound’s pose is somewhat theatrical, it’s still a great portrait. As is the case with so many other artists, Hoppé achieves a great oeuvre without leaving the studio.
     Lewis Hine’s (Wisconsin, 1874-New York, 1940) photography, on the other hand, always lived on the street. At the beginning of the exhibition, we are received by the faces European emigrants newly arrived at Ellis Island at the turn of the new century. There are few faces of hope, as in the shabby houses where Hine portrayed those same emigrants at the start of their difficult American adventure. And from there to other places where injustices took place. I think we could easily classify this as a kind of photographical sociology. In fact, Hine was a sociologist before a photographer, before he saw in the camera the perfect instrument for his studies. He took part in various reformist projects that sought to improve life conditions of the disadvantaged. The National Child Labor Committee, which denounced child labour, and the organisers of the ‘Pittsburgh Survey,’ dedicated to document the life of the workers in that city, asked Hine to collaborate with them. His aesthetic and commitment were at least twenty years ahead of photographers like Dorothea Lange or Walker Evans, who always admitted Hine’s influence.
     In more amateur fashion, E. O. Hoppé set out to do his own kind of sociology. One must correct his o her view of Hoppé as an exclusively studio photographer when facing the second part of the exhibition. In the first place, we find ourselves with his ‘Types’, his peculiar way of portraying society’s different strata. We find the ‘well-respected’ man or the face of an old woman who, for him, represents the English character. Hoppé had moved to London in 1902 and obtained British citizenship ten years later. It’s easy to deduce that the good reception on his arrival had a lot to do with the affection he would always profess towards his second homeland and to London specifically. Hoppé portrayed the city obsessively, sometimes even resorting to a hidden camera in order to achieve complete spontaneity. For those who know England, many of these photographs will probably distil the peculiar and intangible character of Englishness. This photographer’s complete integration in British history of art is symbolically presented to us in the fact that, during some time, he occupied the house that, years before, had been John Everett Millais’ and that, years later, would be the home of Francis Bacon.
     Be it through Hoppé’s portraits or Hine’s scenes of poverty, there is no doubt that photography is treated here as an instrument to show evidence of reality. But apart from this documentary character, there is a more profound similitude between the two artists. I dare dub the work of both of them as ‘anthropocentric photography.’ In the same way that there are great photographers that achieve impressive results focusing on purely aesthetic or formal qualities, there are others that base the expressivity and power of their pictures on the faces of their fellow men and women. Both Hine and Hoppé revel in individuality. From the 1920’s onwards, Hine continued to focus on the world of labour, but from a more optimistic point of view. He praised the importance of the work every individual as part of a whole. ‘Cities don’t build themselves on their own,’ he stated as he documented the construction of the Empire State Building. For Hoppé’s part, he shows us how there are no two faces alike, and gives true meaning to the popular refrain that the face is the soul’s reflection. To put it simply, these photographs are much more than historical documents.

Lewis Hine. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Until 29th April.
E. O. Hoppé. The studio and the street. AZCA exhibition hall. Avenida del General Perón, 40. Madrid. Until 20th May.

jueves, 5 de abril de 2012

El espejo de la historia (y viceversa)

Cartel publicitario de L. Moholy-Nagy, 1932
No es raro que una persona “de letras” se haya sentido alguna vez menospreciada ante la condescendencia o el desprecio de algunos estudiantes de carreras serias. Algunas veces esto está justificado y da lugar a brillantes defensas de las humanidades; otras, no es más que puro victimismo. Puede sorprender que estas pequeñas disputas se den a veces, incluso, entre las propias disciplinas humanísticas, donde, a parecer de algunos, unas son más serias que otras. Uno de mis profesores de arte medieval nos contaba cómo se sentía ofendido al comprobar que algunos de sus compañeros de la licenciatura de Historia veían en la historia del arte nada más que un bonito depositario de imágenes para ilustrar sus eminentes ensayos. En su reivindicación –esta sí, seria– el profesor defendió por qué la historia del arte es mucho más que un espejo de la historia; cómo el arte mismo puede ser historia y no la mera ilustración de ella allí donde escasean los documentos de la época. Nos demostró, por ejemplo, cómo una sumaria comparación entre el alcázar de Sevilla y la arquitectura andalusí explica por sí sola la génesis del Estado moderno de manera más elocuente que las palabras de un experto en la materia.
     Me acordaba de esto tras mi visita a una exposición dedicada al fenómeno del fotomontaje en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, donde me había desplazado, en principio, para reencontrarme con esa inverosímil colección que crearon Fernando Zóbel y Gustavo Torner, entre otros, a mediados de los años 60. La exposición, que comienza con el origen del fotomontaje, es decir, el collage, se centra en varios ámbitos para los cuales esta técnica fue fundamental durante los años 20 y 30 del pasado siglo, como las revistas, el cine o la publicidad.
     A diferencia de la mayoría de exposiciones, el visitante se encuentra no solamente rodeado por obras de arte sino plenamente inmerso en la vida real de la época. Pocas cosas hay –o hubo– más populares que las novelas por entregas: en una vitrina podemos observar diversos números de Mess-Mend, obra de la escritora soviética Marietta Shaginyan, ilustrados nada menos que por Aleksandr Rodchenko. Desde luego que antes de la década de 1920 existían ediciones literarias que cuidaban su diseño, pero hay una diferencia significativa: nunca antes una cantidad tan estimable de productos dirigidos a las masas habían contado con semejante talla y rigor estéticos.
     Por no hablar de la publicidad. Cierto que esto había comenzado ya a finales del siglo XIX, con ejemplos tan notorios como Toulouse-Lautrec o, en nuestro propio país, Ramón Casas. Lo que sorprende a partir de los años 20 es ver cómo crece exponencialmente el número de artistas de primer nivel que ponen sus esfuerzos en ello. Eso y la gran modernidad de sus propuestas, debido a que muchos  de ellos eran las cabezas visibles de los movimientos de vanguardia que poblaban Europa. A la cabeza de este encuentro entre el “gran” arte y las “artes aplicadas” estuvo el fotomontaje, que, en palabras de una de sus mayores representantes, Hannah Höch, había conquistado por completo ámbitos como el de la publicidad.
J. Heartfield, El significado del saludo hitleriano, 1932
     Poco a poco, uno se va dando cuenta de que el fotomontaje fue uno de los mayores logros artísticos del siglo XX. Aunque ya en el siglo anterior se había experimentado con sus posibilidades, no se convirtió en una expresión artística verdaderamente factible hasta la intervención, cómo no, de Picasso. A pesar de proceder del collage o, más exactamente, del fotocollage, la nueva técnica adquiriría pronto su autonomía. “El fotomontaje […] como todo gran arte, se ha dado a sí mismo sus propias leyes configuradoras”, decía El Lissitzky en 1927. Fue quizá la primera expresión artística que, en manos de grandes creadores, no tuvo complejos en tener la producción en masa como parte fundamental de su ADN. Y de su potencial estético tan original seguimos bebiendo hoy. ¿O acaso han cambiado mucho los carteles publicitarios de las películas desde los tiempos de El acorazado Potemkin?
     Muchas veces el fotomontaje se enfrentaba no sólo a exigencias estéticas sino también de contenido, y no hablo sólo de publicidad. Hacia la mitad de la exposición se encuentra una sección dedicada a la propaganda política. Cambia el contenido, pero no especialmente la estética. Arte de vanguardia, pues, al servicio de la política. ¿O es al revés? Retomo aquí el tema al que me refería al comienzo del texto. En el caso que nos ocupa, sería injusto hablar de estos carteles –arte, queramos o no– como meras ilustraciones de la política de la época. Buena parte de la historia de los totalitarismos europeos de entreguerras sería inexplicable sin hablar del papel que jugó la propaganda, la cual se sirvió en gran medida de las aportaciones estéticas del collage y el fotomontaje. Ningún déspota en la historia había tenido jamás a su alcance tanto poder de adoctrinamiento como el que ofrecía la propaganda moderna. Los mismos recursos que las vanguardias habían inventado con fines estéticos y expresivos fueron utilizados por los regímenes totalitarios como un arma tremendamente efectiva.
Milan Schawinsky, Si, 1934
     Junto a un cartel rojo que habla de la vida y milagros de Lenin, me llama poderosamente la atención uno protagonizado por Benito Mussolini que informa del resultado abrumadoramente favorable del referéndum organizado por el Partido Nacional Fascista en 1934. Lo que más me llama la atención es que el cuerpo del dictador está formado por una gran masa humana, la misma que según el cartel refrenda el poder absoluto del líder. Dejando a un lado la infamia política, uno no puede negar que es una solución estética muy ingeniosa. Hay otros ejemplos que en vez de imponer miedo apuntan a nuestra fibra sensible, como ese escalofriante cartel que muestra a un niño muerto para denunciar el efecto devastador de la aviación fascista sobre Madrid. Otros recurren al humor para desacreditar la propaganda oficial, como los ingeniosos y demoledores fotomontajes de John Heartfield.
     El de la propaganda es un caso de amoldamiento mutuo: el arte se adaptó al contenido de la política y ésta a las formas del arte. Puede parecer una exageración darle tanta importancia al fenómeno de la propaganda, pero a veces un detalle vale más que toda una argumentación. La mejor y más elocuente prueba de esto que digo es la rúbrica que aparece en algunos de estos carteles, incluso los de países democráticos como la República española: “Ministerio de Propaganda”. ¿Imagina alguien que en la Europa de hoy pudieran existir ministerios similares? Por lo general, las formas de gobierno son caducas, pero no así las del arte: a diferencia de la política de entonces, que nunca debió serlo, el fotomontaje sigue siendo hoy perfectamente válido.

Fotomontaje de entreguerras (1918-1939). Museo de Arte Abstracto Español. Casas Colgadas, Cuenca. Hasta el 27 de mayo.


History’s reflection (and vice versa)

It’s not strange for a student of humanities to have felt, at some time or another, underestimated by the condescendence or despise of students of “serious” degrees. Sometimes this feeling is justified, and leads to a brilliant speeches in favour of humanities; others, it’s just a case of playing the victim. It can be surprising to find that these little disputes sometimes even occur between different humanistic specialities. According to some, there are some areas which are more serious than others. One of my Medieval art teachers admitted he was offended by the attitude of some of his colleagues from the History department towards art history, in which they saw little more than a pretty deposit of pictures from which to pick out the ones to illustrate their eminent essays. My teacher argued how art history is much more than history’s reflection; how art itself can be history, and not just an illustration of it, when historical documents fail to appear. He demonstrated how a brief comparison between Seville’s Alcázar and Islamic architecture explains the birth of the modern State in a much clearer way than the words of an expert on the subject.
     I was reminded this after my visit to an exhibition dedicated to the phenomenon of photomontage at the Museum of Spanish Abstract Art in Cuenca, where I had initially travelled to revisit that unbelievable collection thought out by Fernand Zóbel and Gustavo Torner, amongst others, in the mid 60’s. The exhibition, which begins with the origins of photomontage, this is, collage, focuses on various areas for which this technique was fundamental during the 1920’s and 30’s, such as magazines, cinema or advertising.
     As opposed to many exhibitions, the visitor will find him or herself not only surrounded by works of art but also fully immersed in the daily life of the period. Fewer things are –or, rather, were– more popular than feuilletons: one of the showcases presents us with various instalments of Mess-Mend, a novel by the soviet writer Marietta Shaginyan, illustrated by Aleksandr Rodchenko, no less. There were, of course, publications that took good design into account before 1920, but there is one significant difference: never before had so many products for the masses had such aesthetic height and rigour.
     In the world of advertising, this goes without saying. It’s true that this had begun at the end of the 19th century, with examples as notorious as Toulouse-Lautrec or, in Spain, Ramón Casas. What surprises us is the ever-growing number of first-rate artists that, from the 1920’s onwards, put their talent at its service. Similarly shocking is the great modernity of their designs, due to the fact that many of these artists were leading figures of Europe’s different avant-gardes. Photomontage was at the forefront of this meeting of “great” art and “applied arts”. According to one of its most prominent figures, Hannah Höch, the technique had totally conquered areas such as publicity.
     Little by little, one begins to realise that photomontage was one of the 20th century’s most important artistic achievements. Despite the fact that there had been experiments in the previous century, it didn’t become a truly feasible artistic expression until the intervention of, who else, Picasso. Although its origin lay in collage or, more precisely, photocollage, the new technique soon acquired autonomy. ‘Photomontage [...] like all great art, has given itself its own configurative laws,’ said El Lissitzky in 1927. It was possibly the first artistic expression that, in the hands of great artists, was not ashamed to have industrial mass production as a central part of its DNA. And we still live off much of its greatly original aesthetic. Or have film posters really changed that much since the days of Battleship Potemkin?
     Many times, photomontage was confronted not only with aesthetic problems, but also of content, and I’m referring not only to publicity. Towards the middle of the exhibition, we find a section dedicated to political propaganda. The contents change, but not the presentation. We’re talking about avant-garde art, then, at the service of politics. Or is it the other way around? I return to what I mentioned at the beginning of this text. In this case, it would be unfair to treat these posters –art, whether we like it or not– as mere illustrations of the politics of the time. A significant part of the history of European interwar totalitarianisms would be inexplicable without mentioning the role played by propaganda, which, in great measure, drew upon the achievements of collage and photomontage. No despot in history had ever found at his disposal the indoctrination potential offered by modern propaganda. The same resources the avant-gardes had invented for aesthetic and expressive purposes were used by the totalitarian regimes as tremendously effective weapons.
     Alongside a red poster listing Lenin’s miracles, my attention is drawn towards another one which occupied by Benito Mussolini. It informs of the overwhelming ‘yes’ in the referendum organized by the National Fascist Party in 1934. The thing that most surprises me is that the dictator’s body is formed by masses of people, the same masses that, according to the poster, approve the leader’s absolute power. There are other examples that, instead of resorting  to fear, seek our compassion, such as that chilling poster that uses the image of a dead child to denounce the devastating effect of fascist aviation on Madrid. Others turn to humour in order to fight official propaganda, like the witty and deeply critical photomontages of John Heartfield.
     Propaganda is a case of mutual adaptation: art adopted politics’ contents, and politics adopted art’s forms. It may seem exaggerated to give such importance to the phenomenon of propaganda, but sometimes a small detail can clarify things much more than a sum of arguments. The best and most eloquent example of this I’m saying is the rubric of some of these posters, even the ones of democratic countries like the Spanish Republic: ‘Ministry of Propaganda.’ Can somebody imagine the existence of such ministries in today’s Europe? In general, forms of government can expire, but rarely those of art: as opposed to the politics of the day, which should never have been so, photomontage is perfectly valid today.

Photomontage Between the Wars (1918-1939). Museo de Arte Abstracto Español. Hanging Houses, Cuenca. Until 27th May.