domingo, 20 de enero de 2013

La mayoría de edad de María Blanchard

Con algo de suerte, la exposición que el Museo Reina Sofía le dedica a María Blanchard (Santander, 1881 - París, 1932) servirá para que los espectadores lleguen a una valoración objetiva sobre el lugar que ocupa esta pintora en la historia del arte moderno. Como  sucede con tantos artistas que no salen en la primera línea del relato, la trayectoria de Blanchard se ha contado más en relación con sus célebres amigos que desde un punto de vista centrado en su propia producción artística. La fortuna de poder ver una muy generosa selección de su obra ayudará, sin duda, a poner las cosas en su sitio.
     Nacida en Santander en 1881, la infancia de María Gutiérrez Blanchard se ve marcada por una malformación de nacimiento (nació con una joroba). A pesar de que hoy sabemos que esto fue causa de una alteración cromosómica, Blanchard siempre culpó de esta malformación a su madre, que había sufrido una caída de un caballo estando embarazada. Anécdotas relacionadas con su joroba pueblan su juventud: señoras santiguándose a su paso, supersticiosos que frotaban sus boletos de lotería contra su espalda, por no mencionar la crueldad de los niños en el colegio. Blanchard encontró una vía de escape en el arte, animada por su padre. Ante sus grandes aspiraciones, Santander se le quedó pequeño rápidamente y todo hace indicar que, a pesar de su traslado a Madrid, su vista siempre estuvo puesta en París, donde viajó becada en dos ocasiones antes de instalarse allí.
     En 1916 Blanchard cambió un porvenir cómodo por la vida bohemia del barrio de Montparnasse: el mismo año que se le ofreció la cátedra de dibujo en la Escuela Normal de Salamanca, la artista decidió mudarse definitivamente a París, abandonando España para no volver nunca. Casi todos los textos acerca de la artista se refieren al hecho de que este traslado no debió de ser nada fácil para una mujer que viajaba sola a un mundo que, si bien era emocionante en el terreno creativo, era bastante precario en lo económico. Además, la vanguardia artística –ya de por sí un ámbito marginal– era un mundo dominado por hombres, por lo que una mujer lo tenía doblemente complicado para hacerse un hueco. Blanchard debía de guardar un recuerdo bastante tenebroso de España si semejantes dificultades le compensaron.
     En el terreno puramente artístico, lo cierto es que Blanchard había aprovechado plenamente sus dos visitas a París anteriores a su traslado definitivo. La primera sala de la exposición del Reina Sofía es buena muestra de ello. En ella pasamos de una pintura naturalista tradicional a cuadros en los que se dejan sentir con fuerza las distintas sensibilidades de la vanguardia parisina. Desde luego, Blanchard era una alumna aventajada: ya en 1913 realizó sus primeras composiciones cubistas y dos años más tarde participó en la Exposición de Pintores Íntegros de Madrid organizada por Ramón Gómez de la Serna.
Composición cubista, 1919
     Una vez en París, contactó rápidamente con los círculos de vanguardia, ocupando en poco tiempo un puesto de primera línea entre los pintores cubistas. Blanchard participó de esa vertiente más intelectual del cubismo que algunos dieron en llamar “cubismo a priori” y del que quizá el máximo exponente es Juan Gris. Al igual que éste, las composiciones de Blanchard denotan una actitud meditada hacia la pintura, una pintura en la que todo parece bien medido, lo cual no evita que recurra a unas combinaciones cromáticas muy elocuentes. A partir de la década de 1920, Blanchard tendió hacia una pintura figurativa situada en el contexto de los “nuevos realismos” del periodo de entreguerras. Este realismo se suele asociar al carácter introspectivo y melancólico de la última década de su vida. Sin desmentir esto, yo creo que el asunto es algo más complejo. Si volvemos por un momento a la primera sala de la exposición, encontraremos un cuadro impresionante titulado La comulgante. Esta obra, que causó impresión cuando fue expuesta en París, había sido pintada en 1914, y para mí es la muestra de que el realismo potente y moderno de Blanchard es algo latente a lo largo de toda su trayectoria, no un mero refugio sentimental. El paso del cubismo de la década anterior a una figuración de esta calidad no se produce de la noche a la mañana.
La gourmandise, 1924
     En los años de la Primera Guerra Mundial, el de María Blanchard fue un nombre de referencia de la vanguardia. Amiga de los que ahora tenemos por protagonistas principales del cubismo (Gris, Metzinger, Lipchitz, Lhote), Blanchard fue tenida entre éstos como una igual, caso excepcional para una mujer. Carmen Bernárdez Sanchís, autora de la biografía más reciente sobre Blanchard (publicada por la Fundación Mapfre), señala que “una mujer pintando cubismo era vista como una especie de traición a su propia naturaleza”, por considerarse que el género femenino sólo podía dedicarse a lo sentimental y lo decorativo, nunca a un arte “puro” e intelectual como era el cubismo. Este desafío debió de acarrear suspicacias por parte de algunos, pero también respeto de muchos otros. No hace falta consultar demasiadas fuentes para saber que Blanchard fue una pintora muy respetada. Estuvo en el centro del desarrollo del cubismo, participando en los debates y las exposiciones más relevantes (se suele hacer hincapié en que participó en la misma exposición en que se mostró por primera vez Las señoritas de Avignon de Picasso). ¿Por qué, entonces, la historiografía no ha sido tan generosa con ella como con otros pintores de su misma relevancia objetiva?
     Algo parece estar cambiando. La obra de María Blanchard ha estado siempre inevitablemente ligada a su deformidad física y la melancolía que ello le causaba. Su figura parece haber sido valorada únicamente en relación con esto y a su amistad con grandes protagonistas de la vanguardia. Incluso los elogios de Gómez de la Serna o las bellas palabras que le dedicó Federico García Lorca destilan cierto aire paternalista, como si el valor de su pintura se debiera a los obstáculos que debió superar y no a su  talento. El verano pasado, el historiador del arte Javier Maderuelo escribió una crónica acerca de una exposición que se le dedicó a Blanchard en Santander (Babelia, EL PAÍS, 28/07/12). El título del artículo, “Un respeto para María Blanchard”, es toda una declaración de intenciones que quizá marque, junto a la exposición del Reina Sofía, un cambio de tendencia en la apreciación de esta gran pintora.

María Blanchard. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 25 de febrero.


The coming of age of María Blanchard

With any luck, the current exhibition at the Reina Sofía Museum dedicated to María Blanchard (Santander, 1881 - Paris, 1932) will help the visitors value the painter’s place in the history of modern art. As is often the case with the artists that are not included in the foreground of history, Blanchard’s story has been told more in relation with her celebrated friends than from an objective point of view. The fortune of having a good deal of her work shown at the exhibition will no doubt help put everything in its place.
     Born in Santander in 1881, María Gutiérrez Blanchard’s childhood is marked by a physical deformity (she was born with a hump). Although we know today that this was due to a chromosome alteration, Blanchard always blamed her mother for it, since she had fallen off a horse during her pregnancy. Her early days are full of stories related to her hump, like people rubbing their lottery tickets against her back and the cruelty of her classmates at school. Blanchard found a way out of all this through art, encouraged by her father. Due to her great aspirations, Santander soon became too small for her and, although she relocated to Madrid, it seems her sights were always set on Paris, which she visited on two occasions before moving there.
     In 1916, Blanchard changed a comfortable future for the bohemian life of Montparnasse: the same year she was granted a position of art professor at Salamanca, the artist decided to move to Paris, abandoning Spain to never return. Nearly every text dedicated to the artist comments on how this move must have been a difficult one for a woman travelling alone to a world that was as creatively exciting as it was economically precarious. The avant-garde, a world dominated by men, was also a difficult place for a woman to find success. Blanchard must have kept a very dark memory of Spain if all these obstacles made up for her move to Paris.
     On the artistic front, the truth is Blanchard had fully taken advantage of her previous visits to France. The first room in this exhibition is a good demonstration. Here we see the evolution from traditional naturalism to paintings strongly influenced by the different tendencies of the Parisian avant-garde. It’s clear that Blanchard was a talented pupil: already in 1913 she was painting her first cubist compositions and two years later she participated in the “Exposición de Pintores Íntegros de Madrid” organised by Ramón Gómez de la Serna.
     Once in Paris, she quickly contacted the avant-garde circles, acquiring a prominent role amongst the Cubists. Blanchard participated in that more intellectual tendency of Cubism that some called “a priori Cubism”, whose best example is probably Juan Gris. Like Gris, Blanchard’s compositions take a serene approach to painting, where everything seems well measured, without it being an obstacle for lucid chromatic combinations. From the 1920’s onwards, Blanchard was inclined towards a class of figurative painting much in line with New Objectivity. This realism is usually associated with Blanchard’s more introspective and melancholic character in the last years of her life. Not that I deny this, I think this is somewhat more complex. If we go back for a moment to the first room of the exhibition, we’ll find an impressive painting titled La comuniante. This work, which caused an impression when it was first shown in Paris, had been painted in 1914 and is, for me, the demonstration that this strong and modern realism of Blanchard is something latent throughout her whole career, not just some sentimental lifeboat. The move from the Cubism of the previous decade to a figurative painting of this quality is not something that happens overnight.
     During the years of the First World War, María Blanchard was a reference point in the avant-garde. She was an equal amongst those we now consider Cubism’s heroic figures (Gris, Metzinger, Lipchitz, Lhote), something quite exceptional in the case of a woman. Carmen Bernárdez Sanchís, author of Blanchard’s most recent biography (published by Fundación Mapfre), points out that “a woman painting Cubism was considered a sort of betrayal to her own nature,” as it was considered that women could only dedicate themselves to the sentimental and decorative, never to a “pure” and conceptual art like Cubism. This defiance must have caused more than one criticism, but also respect amongst many of her colleagues. One doesn’t need to read a great lot to find out that María Blanchard was a very well-respected painter. She was at the very centre of the development of Cubism, taking part in its debates and exhibitions (her work was present, for example, at the show where Picasso’s Demoiselles d’Avignon was first seen). Why, then, has history not been as good to her as to other painters of her same objective stature?
     Something seems to be changing. María Blanchard’s oeuvre has always been inevitably tied to her physical condition and the sadness it caused her. Her figure seems to have been seen only in relation to this and to her relationship with the great names of the avant-garde. Even the praise of Ramón Gómez de la Serna and the beautiful words Federico García Lorca dedicated to her seem to carry a scent of paternalism, as if the value of her painting were due to her perseverance against obstacles rather than to her talent. Last summer, the art historian Javier Maderuelo wrote a text on an exhibition dedicated to Blanchard in Santander (Babelia, EL PAÍS, 28/07/12). The title of the article, “Respect for María Blanchard,” is a sentence that might signal, along with the exhibition at the Reina Sofía, a change in the appreciation of this great painter.

María Blanchard. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Until 25th February.

sábado, 5 de enero de 2013

Pliegues y repliegues

Las esculturas que cuelgan hasta hoy en la galería Marlborough parecen ejercicios de papiroflexia que se han vuelto rígidos. Como la realidad misma, las obras de David Rodríguez Caballero (Dueñas, Palencia, 1970) reúnen en un mismo espacio puntos de vista divergentes. No por nada algunos se refieren al cubismo –precursor de obras como la de este artista– como una expresión más “realista” que el arte tradicional.
     Quizá por no ser figurativas, las esculturas de Rodríguez Caballero conllevan el riesgo de ser tildadas de sencillas. Eso depende, como siempre, del tiempo que uno esté dispuesto a dedicar a su contemplación. Desde el primer vistazo, lo que sí podemos decir es que son obras sobrias. En casi todas las piezas el color predominante es el del propio material, ya sea aluminio, latón o cobre. Las planchas se doblan y desdoblan, creando un juego complejo de planos, por lo que una mera visión frontal se vuelve muy insuficiente.
     A este despliegue de planos, Rodríguez Caballero añade otro elemento que enriquece estética y conceptualmente las obras: el color. En cada una de las esculturas, uno de los pliegues –por lo general, uno que esté en segundo plano, no muy a la vista– está coloreado con un esmalte. Son colores planos muy llamativos, que contrastan fuertemente con el color del aluminio, el latón y el cobre. La gran audacia de Rodríguez Caballero reside, precisamente, en que emplea estos colores en pequeñas dosis. Se asoman lo suficiente para que sepamos de su existencia, pero se mantienen lo suficientemente ocultos para que tengamos que movernos para apreciarlos del todo.
     El buen arte tiene la virtud de ser capaz de reflejar la infinita complejidad del mundo a través de la sencillez. Como Oteiza o Richard Serra, David Rodríguez Caballero consigue combinar la asimetría con un sentido de la unidad. El espectador puede mirar cada pieza como un todo y a la vez sentirse desestabilizado por las notas de color y el ritmo de pliegues y repliegues. El acto de plegar es, a la vez, la revelación de una nueva cara y el ocultamiento de otra. Como en las elegantes esculturas de Rodríguez Caballero, ver una sola cara es estar parcialmente ciego.

Desarrollos: Ongoing Pieces 2010-2012. Galería Marlborough. Orfila, 5. Madrid. Termina hoy.

12.julio.2012


Folding and unfolding

The sculptures that hang until today at Marlborough gallery look like origami gone rigid. Like life itself, the works of David Rodríguez Caballero (Dueñas, Palencia, 1970) gather different perspectives in one same space. It’s not for nothing that many have referred to Cubism –the precursor of artists like these– as a more “realistic” expression than traditional art.
     Maybe because they are abstract, Rodríguez Caballero’s sculptures risk being tagged as simple. This depends, as always, on the time we’re willing to dedicate to observing them. From a first glance, what we can surely say is that these are sober works. In nearly all these pieces, the predominant colour is the one of the raw material, be it aluminium, brass or copper. The sheets fold and unfold, creating a complex rhythm of planes which force us to look at the pieces from perspectives other than a plain front view.
     Rodríguez Caballero adds yet another element that aesthetically and conceptually enriches the works: colour. In each of these sculptures, one of the creases –generally in the background, never fully visible– has been painted. The colours are plain and eye-catching, and therefore contrast strongly with the aluminium, the brass and the copper. Rodríguez Caballero’s wit resides, precisely, in the fact that he uses colour in small doses. They are sufficiently visible for us to see them, but sufficiently hidden for us to have to move if we want to fully see them.
     Good art has the virtue of being able to capture the infinite complexity of the world through simplicity. Like Oteiza or Richard Serra, David Rodríguez Caballero manages to combine the lack of symmetry with a sense of unity. The viewer can look at one of these pieces as a whole and, at the same time, feel unstable because of the notes of colour or the rhythm of the folded and unfolded pieces of metal. The act of folding means revealing a new face as much as hiding another. As in the elegant sculptures of Rodríguez Caballero, to see only one face is to be partially blind.

Developments: Ongoing Pieces 2010-2012. Marlborough Gallery. Orfila, 5. Madrid. Ends today.