lunes, 26 de marzo de 2012

Migas y arte contemporáneo

Hace poco hice una escapada a la Mancha, en uno de esos bucólicos éxodos urbanos de fin de semana que caracterizan al verdadero burgués urbanita. Atravesando por carretera los campos de Montiel, divisando a lo lejos los molinos de Campo de Criptana, supongo que era inevitable pensar en el Quijote, tema bien explotado por los ayuntamientos de la zona, como pude comprobar en un documental en que varios municipios pugnaban por ser el lugar de la Mancha. Un hombre dedicado durante años a estudiar todos y cada uno de los movimientos de don Quijote llegaba a afirmar que si hoy reviviera Cervantes y dijera que el lugar de la Mancha no era el que él afirmaba, tendría que decirle, con mucha educación, eso sí, que se equivocaba.
     Según uno de estos estudios –el más exhaustivo, al parecer– el lugar en el que pensaba Cervantes era Villanueva de los Infantes, localidad a la que yo me dirigía. En el pueblo hay constantes referencias a la novela, empezando por unas esculturas de don Quijote y Sancho en la plaza mayor. No me parece mal que se recurra a protagonistas de la literatura o el arte como reclamos turísticos. De hecho, creo que en España aún no se sabe sacar todo el provecho a un riquísimo patrimonio cultural, material e inmaterial. Muchos son los casos, sin embargo, en que ese reclamo cultural se limita a la venta de burdos souvenirs.
     Desde luego que a uno le interesan los monumentos histórico-artísticos que pueblan los lugares que se visitan, pero no es menos cierto que uno de los grandes placeres de una escapada es echarse a la boca un plato abundante de alguna especialidad culinaria local. En este caso, el estar en la Mancha se juntó con mi añoranza por un buen plato de migas, de modo que antes de salir de casa ya sabía qué le pediría al camarero cuando viniera a tomar nota.
     En mi paseo por la calle principal de Villanueva de los Infantes (de nombre Cervantes, como es lógico), andaba atento a la pinta que tenían los restaurantes y a si en ellos podría encontrar el plato deseado. Hubo algo, sin embargo, que me llamó más la atención. En medio de un muro encalado se abría paso una estructura de cristal que marcaba el punto de acceso a un museo. Tras la puerta de vidrio, un cartel leía, “«El Mercado». Museo de Arte Contemporáneo”. Reconozco que pensé en despilfarro de dinero público antes de preguntarme lo que habría en su interior. A juzgar por las políticas de caciques regionales en los últimos tiempos, imaginaba una colección de supuestos maestros locales, en un intento de legitimación del ADN artístico manchego, tal y como se ha venido haciendo a lo largo y ancho de España en un alarde de reduccionismo mezquino.
     A pesar de mis temores, me decidí a entrar y tuve que comerme mis palabras cuando me encontré con los llamativos colores de un Miró. Aún más, este cuadro no era una excepción a modo de anzuelo: junto a él colgaban obras de Joaquín Peinado y Francesc Català Roca, entre otros. Un notable elenco nada más empezar. Y la cosa no decayó en absoluto. Todos los representados en la colección –donada por un coleccionista local, Julián Castilla– son artistas muy relevantes del arte español contemporáneo. Como se suele decir, no están todos los que son, pero son todos los que están. Asombra ver la sucesión de nombres: Arroyo, Genovés, Navarro Baldeweg, Pérez Villalta, Plensa, Uslé, Valdés. En lo que se refiere a fotografía, no sé si alguna vez he visto expuestas en las mismas paredes obras de Ouka Leele, García-Alix, Chema Madoz y Cristina García Rodero.
     A la salida, no quise reparar demasiado en si la remodelación de aquel antiguo mercado de abastos y su reconversión en museo había sido un acto de filantropía o de oportunismo político. No sabría decirlo porque no dispongo de datos. Lo cierto es que aquel descubrimiento me alegró la mañana. De lo que más me acuerdo es de un precioso cuadro de Juan Genovés, el cual seguía teniendo en mente cuando, horas después, me senté a la mesa y pedí mi plato de migas.

“El Mercado”. Museo de Arte Contemporáneo. Calle Cervantes, 17. Villanueva de los Infantes, Ciudad Real.

Vista del museo, con obras del Equipo Crónica, Eduardo Arroyo y Manolo Valdés


Migas and contemporary art

I recently made a trip to La Mancha, in one of those bucolic weekend escapes that defines the true bourgeois city dweller. Driving through the fields of Montiel and seeing the windmills of Campo de Criptana in the distance, I suppose it’s inevitable to think of Don Quixote, a well-exploited subject by the region’s towns and cities, as I was able to witness in a documentary in which various local governments claimed to be the place in La Mancha where Don Quixote began his adventures. A man dedicated to the study of each and every one of the knight-errant’s moves even claimed how, if Cervantes rose from the tomb and told him that the place in La Mancha was not the one his studies had led him to believe, he would have to respectfully tell the author he was wrong.
     According to one of these studies –the most exhaustive, it seems– the place Cervantes was thinking of was Villanueva de los Infantes, the town I was heading for on my weekend excursion. There are many references to the novel there, beginning with the sculptures of Don Quixote and Sancho Panza in the town’s main square. I don’t think it’s a bad thing to use figures from literature and art as touristic attractions. In fact, I think Spain hasn’t yet learned how to take advantage of its very rich cultural heritage. In many cases, this cultural reclaim is limited to the sale of souvenirs.
     Of course one is interested in the historical and artistic monuments of the places one visits, but it’s not less true that one of the pleasures of travelling is enjoying an abundant plate of a local speciality. In this case, the fact I was in La Mancha coincided with my yearning for a good plate of migas. Before I had even left home, therefore, my mind was already made up as to what I would ask the waiter when he asked what I would like to eat.
     During my walk through Villanueva’s main street (named Cervantes, obviously), I had my eye out for the look of the restaurants I passed and wondered if I could find the desired plate there. There was something that caught my eye even more, though. In the middle of a whitewashed facade, a glass structure marked the entrance to a museum. Through the transparent door, a sign read, ‘«El Mercado». Museum of Contemporary Art.’ I admit that before I asked myself about what there was inside I thought of the possible squandering of public resources. Judging by the policies of regional chiefs in recent times, I imagined a collection of local ‘masters’, in an attempt to lay down La Mancha’s artistic DNA, as has been done all across Spain in miserable fashion.
     Despite my fears, I decided to go inside and realised I was wrong when I saw the eye-catching colours of a painting by Miró. And it wasn’t an exception: alongside it hung works by Joaquín Peinado and Francesc Catalá Roca. A significant selection right from the beginning. The works in the collection –donated by local art collector, Julián Castilla– belong to very significant names in Spanish contemporary art. There are, obviously, many missing, but the ones present (except a collection of local painters) are all acclaimed figures. It’s surprising to see the succession of names: Arroyo, Genovés, Navarro Baldeweg, Pérez Villalta, Plensa, Uslé, Valdés. And if we refer to photography, I don’t know if I’ve ever seen on the same walls works by Ouka Leele, García-Alix, Chema Madoz and Cristina García Rodero.
     As I was leaving, I didn’t think much about whether the reconversion of this old market into a museum had been an act of philanthropy or political opportunism. I really couldn’t say, since I have no facts on the subject. The truth is this discovery made my morning more worthwhile. The thing I most remember is a beautiful painting by Juan Genovés, of which I was still thinking when I sat down and asked for my plate of migas.

‘El Mercado’. Museum of Contemporary Art. Calle Cervantes, 17. Villanueva de los Infantes, Ciudad Real.


sábado, 17 de marzo de 2012

Seis lecciones de Ràfols Casamada

Puerta blanca, 2004
Para mi vergüenza debo reconocer que hasta hace bien poco sólo conocía a Albert Ràfols Casamada (Barcelona, 1923-2009) de oídas. Era consciente de su lugar de preeminencia entre los pintores españoles de la segunda mitad del siglo XX, pero si hace unas semanas me hubieran preguntado por su obra, no hubiera sido capaz de asociar una imagen a su nombre. La recientemente inaugurada galería Fernández-Braso (que abrió sus puertas con otra figura insigne, Pablo Palazuelo) le dedica ahora una exposición significativa, recogiendo pinturas realizadas entre los años 1981 y 2007.
     En un texto que dediqué a Robert Irwin, recuerdo que dejé constancia de una mezcla de sonrojo e ilusión: sonrojo por mi ignorancia, ilusión ante el descubrimiento de un gran artista. Me reafirmo en que a veces la ignorancia puede ser un gran aliado. Este fue el caso aquí, donde me encontré con unas obras de un refinadísimo lirismo. Cierto que como licenciado en Historia del Arte por una universidad española, uno tendría que estar familiarizado con la obra de un artista español tan importante. Desde luego, pero de ser así estoy seguro que mi encuentro con sus cuadros no hubiera sido tan placentero.
     Lo que sí sabía es que este pintor catalán figuraba entre los artistas que habían aportado textos para un libro editado por Francisco Calvo Serraller en los años ochenta, El arte visto por los artistas. Compartía reflexiones con otros grandes del arte español contemporáneo (Saura, Arroyo, Guerrero…) y sus palabras no tienen desperdicio. He creído conveniente recoger aquí algunas de esas reflexiones, verdaderos aforismos, antes que elaborar todo un discurso propio, que, con las prisas por subsanar mi ignorancia, hubiera resultado algo hueco.
     Antes de ello sí me gustaría reafirmarme en algo que ya ha aparecido, más o menos veladamente, en textos míos anteriores: la importancia que tiene ver las obras de arte. Y con ver no me refiero a verlas a través de reproducciones. Éstas tienen, sin duda, gran utilidad, pero uno no puede basarse exclusivamente en ellas si pretende formarse un juicio mínimamente serio sobre la obra de tal o cual artista. Con reproducciones, lo más a lo que podemos aspirar es a tener humildes opiniones, pero nunca juicios con fundamento. Esto me pasó con varios cuadros de Ràfols Casamada, que un principio no me decían gran cosa pero que, con observación paciente, me revelaron toda su potencia y belleza.

No conocer el resultado hasta que por sí mismo se nos revela.

Saber qué queremos decir, pero no lo que acabaremos diciendo.

Espontaneidad en el proceso, rigor en el resultado.

Pintamos aquello que queremos ver.

Todos tenemos delante las mismas cosas, pero las sentimos de un modo distinto.

La primera condición para ver es saber mirar.

Para ver, añadiría yo, hay que estar delante del cuadro.


Albert Ràfols Casamada. Pintar el espacio. Galería Fernández-Braso. Calle Villanueva, 30. Madrid. Hasta el 31 de marzo.


  
Six lessons by Ràfols Casamada

To my disgrace, I must admit that until not long ago I knew Albert Ràfols Casamada (Barcelona, 1923-2009) only by name. I was aware of his privileged position amongst the Spanish painters of the second half of the 20th Century, but if someone had asked me a few weeks ago about his work, I wouldn’t have been able to put an image to his name. Fernández-Braso gallery (which opened four months ago with another great, Pablo Palazuelo) dedicates an exhibition to the Catalan painter, with a collection of works from 1981 to 2007.
     In a text I wrote about Robert Irwin, I remember saying how I had felt embarrassment and, at the same time, excitement: embarrassment for my ignorance, excitement at my discovery of a great artist. I am reassured in the belief that ignorance can sometimes be one’s greatest ally. Such was the case here, where I was impressed by profoundly lyrical paintings. True that, as a graduate in Art History from a Spanish university, one should really be familiar with artists of this stature. True, but if that had been the case my encounter with these works would have been less pleasant.
     What I did know was that this Catalan painter had written a text for a book edited by Francisco Calvo Serraller in the eighties, El arte visto por los artistas (Art seen by artists). He shared thoughts with other Spanish greats (Saura, Arroyo, Guerrero...) and his words are very worth reading. I thought it more convenient to present some of those thoughts, or aphorisms, rather than trying to elaborate an analysis of my own which, in a rush to make up for my ignorance, might have resulted a weak effort.
     Before doing so I would like to reaffirm myself on something that has appeared before, more or less explicitly, in earlier texts: the importance of seeing the works of art. By this I don’t mean seeing them through photographs. These are doubtlessly very useful, but one cannot base him or herself exclusively on them if they intend to acquire a serious opinion on an artist’s work. Through photos, the best we can aim for are humble opinions, but never solid judgments. I base this on my personal experience with several of Ràfols Casamada’s paintings, which, at first, didn’t seem very interesting but, after patient observation, revealed to me all their power and beauty.

Not to know the result until the result reveals itself to us.

To know what we want to say, but not what we will end up saying.

Spontaneity in the process, rigour in the result.

We paint what  we wish to see.

We all have the same things before us, but we feel them in different ways.

The first condition in order to see is to know how to look.

In order to see, I would add, one needs to be in front of the painting.


Albert Ràfols Casamada. Painting space. Galería Fernández-Braso. Calle Villanueva, 30. Madrid. Until 31st March.

sábado, 10 de marzo de 2012

Redon, el filtro de la imaginación

“Mi padre me decía con frecuencia: ¿Ves esas nubes y distingues, como yo, formas cambiantes en ellas? Y me mostraba entonces, en el cielo mutable, apariciones de seres extraños, quiméricos y maravillosos”.
     Así hablaba Odilon Redon al recordar su infancia. Una interpretación poética de esta cita podría incidir en cómo el artista, ya de niño, dirigía su mirada hacia el cielo, a modo de premonición del mundo fantástico que plasmaría en su obra plástica. Sin embargo, una de las cosas sobre las que incide la retrospectiva que la Fundación Mapfre dedica al pintor simbolista francés es que éste tenía los pies mucho más en la tierra de lo que cabría esperar.
     Odilon Redon (Burdeos, 1840 - París, 1916), no fue un ejemplo de genio precoz. Él mismo reconoció que a los treinta años aún estaba buscando su camino. Tras “huir” del taller de Jean-Léon Gérôme, encontró un ambiente más afín en las clases del grabador Rodolphe Bresdin. Redon mostraría sus aptitudes para el aguafuerte con la primera serie de grabados que realizó, en 1879, titulada En el sueño. Los grabados marcan el definitivo punto de madurez en su carrera, dejando plasmado ya un mundo tremendamente personal.
     La primera mitad de la exposición está copada por lo que el propio Redon llamaba sus Negros, conformados por grabados y dibujos a carboncillo. Ante todo, Redon es en esta época un gran dibujante, plenamente consciente del poder del negro. Uno no puede dejar de acordarse de otros grandes maestros en el uso de este color como Rembrandt o Goya, a quien Redon dedicaría una serie de grabados en 1885.
Araña sonriente, 1881
     Pero su obra estuvo inspirada por el arte del pasado en la misma medida que la literatura y, sorprendentemente, la ciencia. Fue fundamental su amistad con el botánico Armand Clavaud, quien despertó en él un profundo amor por el estudio de la naturaleza. Clavaud se convirtió en una especie de guía intelectual, que le inició en la lectura de Baudelaire, Poe o Darwin. Del interés por la obra de este último surgió su serie de grabados titulada Los orígenes, en clara referencia a El origen de las especies. Punto fundamental de la exposición, esta colección de litografías muestra a un Redon que es capaz de llevar el interés por la ciencia a su propio terreno, imaginando cómo la naturaleza creó los distintos seres que pueblan la tierra a través de una serie de escenas fantásticas. En la mayoría de estas obras negras prima un aire como de cuento infantil, de fábula, cuyos protagonistas podrían ser esa araña sonriente o ese grotesco pero simpático cíclope perteneciente a la serie aludida.
     El cambio de siglo vio un progresivo acercamiento de Redon al color. Esto se aprecia claramente en la segunda parte de la exposición. Nada más subir a la segunda planta, nos vemos sorprendidos por una sala pintada de negro, de cuyas paredes cuelgan unos luminosos lienzos que Redon pintó para decorar las paredes de la residencia de su coleccionista Robert de Domecy. Merece una mención especial el trabajo de los organizadores de la muestra, en especial por las citas del propio Redon que encontramos en las paredes de las salas, siempre pertinentes y bien ilustradas por las obras colindantes. En esta sala en la que descubrimos a un Redon colorista, por ejemplo, encontramos comentarios del artista tales como, “¿Dónde están ahora esos negros?”
Perfil sobre meandros rojos, c. 1900
     A pesar de no desaparecer del todo, lo cierto es que esos negros van teniendo cada vez menos protagonismo. Aunque en el arte ninguna evolución es tan repentina como a veces sugieren las exposiciones, uno podría pensar que los dibujos de la primera planta y los cuadros de la segunda son de autores diferentes. Aprendemos no sólo que este gran dibujante se sabía desenvolver también con el pincel, sino que, además, era un colorista excepcional. Miremos donde miremos, no encontraremos en el mismo marco cronológico una pintura semejante a la de Odilon Redon. Y, a pesar de ello –o quizá precisamente por ello–, es una figura que no acaba de encajar en la línea vanguardista marcada por la historiografía artística imperante, cada vez más en revisión.
     Expertos en recuperar a personajes olvidados fueron los surrealistas, de quienes uno puede acordarse en la sección de la exposición centrada en torno a la obra Ojos cerrados de 1890. La mirada hacia el mundo interior, que Redon reflejó de manera muy original, fue uno de los grandes pilares del movimiento liderado por Breton. Los temas espirituales a los que Redon alude, tan lejanos del positivismo científico de los pintores naturalistas, se ven reforzados por ese cromatismo tan especial. Redon fue un verdadero renovador del uso del pastel, y exprime las posibilidades de ese material, creando contornos difuminados o sorprendentes mezclas de colores. Sabe, igualmente, conseguir los mismos efectos con la pintura, de modo que uno a veces no sabe distinguir a primera vista la técnica empleada. Son escenas, iba a decir, oníricas, pero quizá sería más preciso hablar de escenas somnolientas, aletargadas.
     En la parte final de la exposición, algunos cuadros tienen un enorme sentido decorativo. Desde luego, esto tiene mucho que ver con la relación de Redon con los nabis y la admiración que tanto uno como otros, como tantos a finales del siglo XIX, sintieron hacia el arte japonés. Hay cuadros de los últimos veinte años de vida de Redon que podrían ser tapices o alfombras. Cómo no acordarse de Maurice Denis o Édouard Vuillard.
     Es innegable que la de Odilon Redon es una obra que se aleja de la objetividad material para entrar en el terreno de lo espiritual. Una producción tan imaginativa depende en gran medida de un mundo interior muy rico. Redon nunca negó, sin embargo, que su inspiración estaba en la naturaleza: “la naturaleza se convierte en mi fuente, mi levadura, mi fermento. Por este origen considero mis invenciones «verdaderas»”. Hemos de entender que, para Redon, esto valía tanto para sus cuadros más mundanos, como esos magníficos bodegones con flores, como para temas místicos, como el Buda de en torno a 1905. A fin de cuentas, parece decirnos, todo arte bebe de una misma fuente, la naturaleza. Lo que corresponde al artista es convertir esa realidad en bruto en una “flor única”, asimilándola y haciéndola pasar por su filtro particular. En el caso de Odilon Redon, ese filtro era el de una imaginación desbordante.

Odilon Redon (1840-1916). Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 29 de abril.


Redon, the filter of imagination

‘My father used to tell me: Do you see those clouds and distinguish, as I do, changing forms in them? And then he would show me, in the mutable sky, the apparition of strange, chimeric and wonderful beings.’
     Thus spoke Odilon Redon when remembering his childhood. A poetic interpretation of this quote would probably focus on how the artist, even as I child, placed his thoughts in the sky, as if it were a premonition of the fantastic world to come in his future paintings. However, one of the things we learn from the artist’s retrospective at Fundación Mapfre is that this French Symbolist painter had his feet much more on the ground than we could expect.
     Odilon Redon (Bordeaux, 1840 - Paris, 1916), was not an example of a precocious genius. As he himself put it, at thirty he was still in search of a personal path. After ‘fleeing’ Jean-Léon Gérôme’s studio, he found a more akin environment in the classes of the engraver Rodolphe Bresdin. Redon would show his talent for etchings with his series In dreams of 1879. These works mark the artist’s definitive maturity, revealing a very personal world of his own.
     The first half of the exhibition revolves almost completely around what Redon himself called his Blacks, consisting of etchings and of drawings made with charcoal. If anything, Redon at this stage is a great drawer, completely aware of the power of black. One can only be reminded of other greats in the use of this colour such as Rembrandt or Goya, to whom Redon dedicated another series of etchings in 1885.
     But his work was inspired by art of the past as much as by literature and, surprisingly, science. Vital was his friendship with the botanist Armand Clavaud, who aroused in him a profound love towards the study of nature. Clavaud became a kind of intellectual guide, who recommended the reading of Baudelaire, Poe and Darwin. An interest in the work of the latter gave birth to a series titled The Origins, in clear reference to The Origin of Species. A key point in the exhibition, this collection of lithographs shows Redon taking his interest for science to his own territory, producing a series of scenes that dwell upon nature’s possible experiments before giving birth to the inhabitants of the Earth. The most part of these black works have an air of children’s tale, of fable, whose protagonists could be that smiling spider or that hideous yet friendly-looking Cyclops from the alluded series.
     The turn of the century saw a progressive leaning towards the use of colour. This is made clear in the second part of the show. As soon as we enter the second floor, we are surprised to find ourselves in a room painted in black, from whose walls hang various luminous canvases painted by Redon as decorative motifs for the residence of the art collector Robert de Domecy. The exhibition’s organisers deserve a special mention here, especially for the placing of quotes by Redon, always pertinent and well illustrated by the works that hang near them. In this room, for example, in which we find a colourful Redon, we read quotes by the artist such as, ‘Where are those blacks now?’
     Despite not disappearing completely, the truth is that those blacks are ever more hard to find as we proceed towards the end of the exhibition. Although no evolution in art is ever as sudden as an exhibition may suggest, one could be fooled to think that the works of the ground floor and those of the first were made by different artists. We learn not only that this great drawer could also treat the brush with great skill, but also that he was exceptional in the use of colour. No matter where we look, we won’t find painting similar to Odilon Redon’s among the art of his time. Yet, despite this –or maybe precisely because of it–, he is a figure that never seems to fit in the narrative of the avant-garde created by the prevailing critique (which is progressively being revised).
     The Surrealists, of one whom can be reminded when looking at the painting Closed Eyes, were experts in recovering forgotten artists. The look towards one’s inner self, very originally posed by Redon, was a central piece to the movement led by Breton. The spiritual themes presented by Redon, so distant from the naturalist painters’ scientific positivism, are taken even further by those special colours. Redon was a true innovator in the use of pastel, and took the technique to its limits, creating blurred contours and surprising mixes of colours. Furthermore, he takes paint to similar planes, making it sometimes difficult to distinguish what material is being used. I was about to classify these scenes as dreamlike, but it may be more precise to say sleepy, drowsy.
     Throughout the last part of the exhibition, some paintings have an enormous decorative look. This, of course, has much to do with Redon’s relationship with the Nabis and the admiration they all felt towards Japanese art, as was the case with so many European artists at the end of the 19th century. Some paintings from Redon’s last twenty years of life look like tapestries or carpets. It’s difficult not to be reminded of Maurice Denis or Édouard Vuillard.
     It’s unquestionable that Odilon Redon’s work is one that flees from objectivity and enters the field of the spiritual. Such an imaginative oeuvre requires a very rich inner world. But Redon never denied that his inspiration lay in nature: ‘nature becomes my source, my yeast, my ferment. Because of this origin, I consider my inventions «true».’ We must understand that, for Redon, this was applicable to his more ‘mundane’ paintings, like his magnificent still lifes, as well as for mystical themes, such as his Buddha of around 1905. In the end, he seems to tell us, all art drinks from one same source: nature. The artist’s job is to transform that raw reality into a ‘unique flower’, assimilating it and making it pass through his or her own personal filter. In the case of Odilon Redon, this filter was one of overwhelming imagination.

Odilon Redon (1840-1916). Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Until 29th April.

sábado, 3 de marzo de 2012

La revolución silenciosa de Marco Maggi

Siempre que pienso en movimientos revolucionarios o subversivos me vienen a la mente la fuerte coloración de los carteles propagandísticos de los años 20 y 30, el clamor jovial de las masas proletarias o la ruda estética del punk. Me sorprende, por tanto, leer una afirmación de Marco Maggi (Montevideo, 1957), artista que expone ahora en la galería Cayón, cuando se propone “ejercer la delicadeza como actividad subversiva”.
     Algunas ideas que me rondan vagamente la cabeza desde hace algún tiempo han encontrado perfecta concreción en ciertas reflexiones de este artista uruguayo. Me da incluso envidia uno de sus aforismos: “En el arte, en la diplomacia y en los automóviles, la velocidad es trágica”. Pocas veces leo u oigo que la velocidad a la que está sometido hoy todo haya llegado al terreno del arte. El texto que Marco Maggi presenta para la galería Cayón me parece, más que una airada proclama, una resignada observación acerca de cómo la velocidad e inmediatez de la publicidad y los dispositivos electrónicos ha llegado a todos los ámbitos de la vida, también a aquellos que otrora requerían forzosamente de la pausa y, qué horror, el silencio. Supongo que debemos entender esto como otro avance de la técnica. Detenerse en matices es ya de un demodé insoportable.
Reflex Hotbed (detalle), 2011-2012
     ¿Son metáforas de todo esto las obras de Marco Maggi? Yo he creído entender que sí. A primera vista –la única que existe para muchos– sus acumulaciones de pequeños rectángulos de papeles de colores pueden ser composiciones más o menos atrayentes estéticamente. Si uno se fija durante unos pocos segundos, sin embargo, puede empezar a distinguir unas pequeñas sombras sobre esos blancos, amarillos, rojos, azules e, incluso, negros. Al acercarnos, podremos comprobar que cada una de esas piezas de papel tiene cortes y dobleces, creando finos relieves que arrojan sombra sobre la base. Quizá, aparte de juzgar el valor estético de las obras, lo que el artista quiere es simplemente que nos acerquemos para no quedarnos en la mera apariencia.
     Me vienen a la cabeza numerosos artistas que gozan de gran popularidad entre los estudiantes y aficionados del arte. Que la nuestra sea una cultura basada en la imagen no es algo que haya beneficiado necesariamente al arte. Una cultura de la imagen significa que desfilan ante nosotros miles de imágenes indiscriminadas que pugnan por dos o tres segundos de nuestra atención antes de dejar paso a otra. Sí, hoy todos tenemos láminas colgadas en casa de las obras maestras del Museo del Prado y cuadernos forrados con reproducciones de obras de pintores modernos, pero ¿eso representa un mayor aprecio hacia el arte? No necesariamente.
     En nuestra obsesión actual por estar constantemente informados, asediados por una avalancha de datos de toda clase, el arte, en todas sus formas, debería ser un refugio silencioso al que acudir para mantener la salud mental. Su contemplación es una actividad a la que dedicar un tiempo reposado, sin la pretensión de obtener información de la que podamos sacar provecho inmediato, sino más bien un ejercicio de reflexión –con el que no está reñido el placer– cuyas lecciones formen un poso en nuestro cerebro que perdure en el tiempo. Marco Maggi dice querer crear “confusiones precisas para ser observadas sin la menor esperanza de ser informado”. Quizá la gran aportación de este artista consiste en hacer que uno se tome la molestia de mirar las cosas de cerca, de fijarse en lo insignificante, todo un acto de subversión cuando a nuestro alrededor todo es incesante movimiento.

Marco Maggi. La menor idea. Galería Cayón. Orfila, 10. Madrid. Hasta principios de abril.



Marco Maggi’s silent revolution

Every time I hear of revolutionary or subversive movements, I think of the propaganda from the 1920’s and 1930’s, the jovial cries of the proletarian masses or punk’s rough aesthetic. I was therefore surprised when I read a statement by Marco Maggi (Montevideo, 1957) saying he sets out ‘to exercise delicacy as a subversive activity.’
     Some ideas that have been in my mind for some time have found a perfect expression in some of Maggi’s thoughts. I am even envious of one of his aphorisms: ‘In art, in diplomacy and cars, velocity is tragic.’ I very rarely read or listen to opinions reflecting how the speed of modern life has reached the territory of art. Marco Maggi’s text for Cayón gallery seems to me, more than an angry proclaim, a resigned observation on how the speed and immediacy of publicity and new electronic devices has reached every realm of human existence, even those that once inevitably required pause and, oh horror!, silence. I suppose we should accept this as yet another advance in technique. To stop and pay attention to details today is so unbearably démodé.
     Are Marco Maggi’s works metaphors of all this? I believe they are. At first sight –does another class exist for some people?– his compositions made from small paper rectangles can seem more or less aesthetically attractive. If one looks for a few seconds, though, he or she will probably begin to distinguish small shadows on the whites, yellows, reds, blues and, even, blacks. When we get closer, we see how these pieces of paper have been cut and folded in some parts, by which small reliefs are created, shedding shadows. Maybe, besides their possible aesthetic value, what the artist wants is to simply make us come closer so we can get more than just a first impression.
     I think of many artists who are popular amongst art students and aficionados. The fact that our modern culture is a visual culture doesn’t necessarily mean that art has benefited from it. A visual culture means that we are daily confronted with thousands of images that fight for three or four seconds of our attention before giving way to another. It’s true that we all have posters of the Prado’s masterpieces or notebooks covered in images of modern paintings, but is this symptomatic of a greater appreciation of art? Not necessarily.
     In our current need of constant information, invaded by all kinds of data, art, in all its forms, should be a silent refuge to visit in order to maintain mental health. Its contemplation is something we cannot benefit immediately from. It’s an exercise in thought –from which pleasure is not necessarily banished– whose lessons will remain for a longer time. Marco Maggi says he thrives to create ‘precise confusions to be witnessed without the faintest hope of being informed.’ Maybe this artist’s greatest contribution is making us take the time to look at things closely, of considering the insignificant, a real act of subversion when everything around us is a constant blur.

Marco Maggi. The Faintest Idea. Galería Cayón. Orfila, 10. Madrid. Until the beginning of April.