viernes, 23 de noviembre de 2012

El río seco de las imágenes


¿Y si el arte no fuera una exaltación de la vida sino su verdugo? ¿Acaso el torrente de imágenes que es la historia del arte ha arrasado con todas las regiones de la experiencia hasta dejarnos, literalmente, sin nada que decir? ¿Y si después de tantas premoniciones y desmentidos el arte verdaderamente hubiera muerto?
     Reconozco que estas y otras desasosegantes preguntas me rondan la cabeza desde que cerré por última vez el libro que me las ha planteado, un ensayo en forma de narración titulado Autobiografía sin vida. Su autor, Félix de Azúa (Barcelona, 1944), se remonta a los albores mismos del arte para trazar un recorrido cronológico que resulta ser una historia de aniquilaciones más que de conquistas. Deteniéndose en momentos muy concretos de la historia del arte, Azúa establece una serie de hitos que precipitan el arte hacia un final inevitable. Este texto fascinante, a ritmo de novela corta, da fe de un profundo conocimiento de la materia tratada. Sólo así se explica que el autor haya sido capaz de mirar la historia del arte a vista de pájaro y establecer un hilo conductor que lleva al arte desde su nacimiento hasta la decrepitud.
     En el primer capítulo, a modo de introducción, Azúa sienta las bases para la lectura posterior. Reflexiona acerca de cómo una sociedad determinada da significado a su existencia mediante los símbolos (las imágenes) que tiene a su disposición, y cómo estos símbolos se ven alterados a lo largo del tiempo; no necesariamente porque las sucesivas generaciones los rechacen, sino simplemente porque van adquiriendo distintos significados. Este continuo ejercicio de sustitución de imágenes sufre una vertiginosa aceleración a partir de la era contemporánea, en la que valores como el progreso y la novedad son frecuentemente fines en sí mismos. Hay un dato muy significativo al respecto: entre el primer y segundo hito histórico que marca Azúa hay una distancia de veinticinco siglos, mientras que entre el quinto y el noveno y último no hay más que 350 años.
     Pero si esta obra es verdaderamente original no es por la aleatoria elección de nueve momentos de la historia del arte. Azúa elige esos momentos y no otros porque son los que, a su juicio, marcan los pasos dados por el arte en su insaciable vocación por adueñarse de todos los aspectos de la vida. El recorrido comienza con los caballos de la cueva de Chauvet, momento en que estos animales abandonan la tierra para entrar a formar parte del mundo de las imágenes. Platón avant la lettre: cada caballo individual deja de ser un caballo para convertirse en un mero derivado del prototipo pintado de las cavernas. Desde el tercer milenio antes de Cristo hasta mediados del siglo XX, Azúa va demostrando cómo el reino de las imágenes va sustituyendo progresivamente al mundo real. El hombre, en su desesperado intento por retener la naturaleza fugaz de la vida, trata de conservar bellos paisajes y escenas de la vida cotidiana mediante dibujos, pinturas y esculturas. Esta noble intención, sin embargo, consigue justamente lo contrario, pues algo que se fija o se inmortaliza ya no vive.
     El viaje acaba cuando Azúa habla de la obra que el artista James Lee Byars presentó a la Documenta de Kassel de 1972: la obra era él mismo. La era de la imagen había terminado. Quizá porque uno teme enfrentarse con aquello que le provoca ansiedad, esta conclusión final de Azúa me deja insatisfecho. De algún modo, esto es tan absurdo como desilusionarse con el final de una novela cuando su autor ya te ha contado en la contraportada cómo va a terminar. El de Azúa es un cuento que se ha escrito ya muchas veces, pero no por ello me llego a acostumbrar al desenlace. En primer lugar, porque le lleva a uno a preguntarse qué demonios hace escribiendo todas las semanas sobre lo que creía que era “arte”. Quizá, me pregunto, no es el arte lo que ha desaparecido, sino la capacidad del hombre para crear nuevos símbolos (¿de dónde los vamos a sacar si a todo en este mundo se le ha dedicado un cuadro que cuelga en algún museo?). A lo mejor sólo sea cuestión de cambiar el vocabulario al hablar de lo estético. O quizá el único arte con futuro viable tiene su sede en la red y el mundo virtual (esta es una posibilidad que me aterra).
     Todo esto no son más que suposiciones desesperadas para no llegar a la conclusión de que la actividad a la que dedico buena parte de mi tiempo –visitar exposiciones de arte– es completamente inútil. En momentos como este es cuando me pregunto con preocupación: si el último arte merecedor de tal nombre murió a mediados del siglo pasado, ¿por qué me emociono, por ejemplo, ante un cuadro reciente de Gerhard Richter?

Autobiografía sin vida. Félix de Azúa. Mondadori. Barcelona, 2010.



The dry river of images

What if art is not a celebration of life, but rather its executioner? Has the torrent of images we call Art History finished with every aspect of existence, thus leaving us with literally nothing to say? What if, after so many premonitions and denials, art really has ceased to exist? 
     I must admit I’ve been giving these and other unnerving questions a thought after finishing the book that has aroused them, titled Autobiografía sin vida (Autobiography Without Life). Its author, Félix de Azúa (Barcelona, 1944), makes a trip back to the very dawn of art in order to write a chronological history which turns out to be a story of annihilations rather than achievements. Paying attention to very specific moments of art history, Azúa establishes a series of landmarks that take art ever closer to its inevitable end. This fascinating text, with the pace of a short novel, shows a deep knowledge of the subject matter. Only this can explain how the author has been capable of taking a bird’s-eye view of history and drawing a line that goes from the birth of art to its decrepitude.
     In the first chapter, which serves as an introduction, Azúa lays down the keys in order to fully understand the book. He discusses the fact that every society gives a meaning to its existence through symbols (images), and how these symbols change as time goes by; not necessarily because the subsequent generations deny them, quite simply because they give them new meanings. This continuous substitution of images suffered a great acceleration with the dawn of the modern age, where values such as progress and innovation have frequently become ends in themselves. In this respect, there’s a fact that is quite significant: between the first and second landmark Azúa establishes, there’s a distance of approximately 25 centuries, while between the fifth and the last of the nine there are barely 350 years. 
    But if this book is truly original it’s not because of a personal and random choice of key moments in the history of art. Azúa chooses these moments, and not others, because they are, in his view, the ones that mark the steps taken by art in its insatiable appetite for taking over every aspect of life. The journey begins with the horses painted on the walls of the Chauvet Cave, the moment where these animals abandon the Earth and enter a world of images. Plato avant la lettre: each individual horse has ceased to be a horse and is now simply a derivative of the prototype on the rocky walls. From the third millennium before Christ to the mid-twentieth century, Azúa demonstrates how images have gradually taken over the real world. The conclusion would be that man, in his desperate attempt to retain the life’s fleeting nature, has tried to conserve beautiful landscapes or scenes of everyday life through drawings, paintings and sculptures. This noble aspiration, however, achieves exactly the opposite: when something is fixed or immortalised, it ceases to live. 
    The journey ends with the description Azúa makes of the work that the artist James Lee Byars presented at the 1972 Kassel Documenta: the artwork was Byars himself. The era of image had finished. Azúa’s final conclusion leaves me unsatisfied. In some ways, this is as absurd as being disappointed with the end of a novel when the author has already told us on the back cover how it will end. Azúa’s story is one that has been told many times before, but I simply cannot get used to the ending. Firstly, because it makes one wonder what on earth he’s doing writing about what he thought was “art” every week. Maybe, I wonder, it’s not art that’s ended so much as man’s capacity to create new symbols (after all, where can we find them if absolutely everything in this world has a painting dedicated to it in some museum?). Or perhaps we just need a change of vocabulary. Or maybe the only art with a realistic future is the one made in the virtual world of the internet (this possibility terrifies me). 
    These are no more than desperate suppositions in search of a conclusion that will tell me that the activity I dedicate much of my time to, i.e. visiting art exhibitions, is not completely useless. It’s in moments like these that I ask myself with worry: if the last art worthy of such a name died at the middle of last century, why is it that I am deeply moved, for example, by a recent painting by Gerhard Richter?



Autobiografía sin vida. Félix de Azúa. Mondadori. Barcelona, 2010.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Material frágil

En ciertos terrenos, el fin sí justifica los medios. Hace tiempo que el arte dejó de discriminar entre materias nobles e innobles, abriendo la puerta a que cualquier material u objeto pudieran convertirse en obras dignas de apreciación estética. No pocos artistas contemporáneos han recurrido a materiales que apenas cincuenta años antes hubieran resultado inaceptables para la práctica artística. Y es que si uno lo piensa sin prejuicios, lo que han cambiado son los medios, pero no la auténtica materia prima: el impulso creador. 
     Rafael Reverón-Poján (Caracas, 1969) parece tener claro que el soporte más pobre puede ser el que aporte mayores posibilidades creativas. Se me ocurren pocos materiales más endebles que el cartón, y sin embargo es lo que este artista venezolano utiliza para crear buena parte de las obras que expone ahora en la galería Astarté. Reverón, que también es arquitecto, une trozos de cartón con hilo y pegamento para darles forma. Al ocre del soporte se suman tres colores puros y planos (blanco, rojo y azul), dando como resultado unas obras muy sugerentes. La mayor parte de ellas son verdaderos dibujos colgantes, a medio camino entre lo plano y lo tridimensional. Es de suponer que las formas que adoptan tienen mucho que ver con el Reverón arquitecto, y uno duda si se encuentra ante obras plásticas o ejercicios de axonometría. Uno tiene tentaciones de tirar de alguno de los hilos para tratar de obtener otra vista de estos ensamblajes pero, a la vez, teme rozarlos y que se desplomen sobre el suelo de la galería.
     A pesar de ser muy distintas a primera vista, tuve sensaciones parecidas al visitar una exposición a pocos metros de esta, en la galería Elvira González. Allí lo que se exponen son obras recientes de otro escultor, Roger Ackling (Isleworth, Reino Unido, 1947). Si Reverón-Poján fue un descubrimiento, el de Ackling fue un reencuentro, porque ya había visto obras suyas en la propia Elvira González hace algo más de dos años. Este artista británico se dedica a recoger trozos y objetos de madera en sus paseos por el campo y dibujar sobre ellos con luz solar. Lo hace mediante una lupa, fijando el rayo que, poco a poco, va creando oscuros surcos en la superficie de la madera. Este es, sin duda, un modo de proceder muy particular, pero lo que a mí me llama más la atención es la humildad de las obras. Primero, por su tamaño: acostumbrado al asalto visual que ofrecen tantos artistas contemporáneos –en muchos casos, lo único que tienen que decir–, pienso que el hecho de escoger unos objetos tan silenciosos es un gesto nada trivial. Segundo, porque dichos objetos son trozos de madera despreciados, sin uso aparente, que Ackling recupera y dignifica.
     En las obras de Reverón hay algo que parece escapársenos. Uno quisiera verlas desde más puntos de vista, rotarlas como hacen algunos programas informáticos. Las de Ackling, en cambio, no son ni más ni menos que lo que vemos. En ambos casos, sin embargo, a uno le da la sensación de estar ante objetos frágiles. Al acercarnos a las maderas mínimas de Ackling, uno aguanta un poco la respiración por si acaso una exhalación demasiado fuerte provoca que las piezas se precipiten al suelo; también parece que el fallo de uno solo de los hilos de Reverón puede hacer que todo se desmorone. Quizá esta fragilidad va implícita en la manera en que las piezas están creadas: a Reverón lo imagino con la precisión calculadora del dibujante técnico; a Ackling, esperando con suma paciencia que el sol talle sus líneas ardientes sobre la madera. Toda obra de arte, si queremos que nos diga algo, ha de mirarse detalladamente. Lo que me gusta de las obras de Ackling y Reverón es que no te sugieren que te acerques, te lo exigen. Eso sí, con cuidado.

Rafael Reverón-Poján: SUPER-BLOCK espacio y otras especies. Galería Astarté. Monte Esquinza, 8. Madrid. Hasta el 10 de noviembre. Roger Ackling: Inside Out : Outside In. Galería Elvira González. General Castaños, 3. Madrid. Hasta el 8 de enero de 2013.


R. Reverón-Poján, Non Cubic Empty Space, 2011 / R. Ackling, Voewood, 2012

Handle with care 

There are certain fields in which the ends do justify the means. It’s been some time since art stopped talking of noble and ignoble materials, thus enabling any object to potentially become a work of art. Many modern and contemporary artists have used media that only fifty years earlier would have been considered unacceptable. But if one thinks about it without prejudices, the materials may have changed, but not the real prime matter: the creative impulse. 
     Rafael Reverón-Poján (Caracas, 1969) seems to be fully aware of the fact that the poorest medium can also be the one with highest creative potential. I can think of few weaker materials than cardboard, but this is precisely what this Venezuelan artist uses to create many of the works now exhibited at Astarté gallery. Reverón, who is also an architect, joins bits of cardboard with strings and glue and partially paints them in pure, plain colours (white, red and blue), resulting in very attractive pieces. Most of them are hanging drawings that are not entirely flat, but neither truly three-dimensional. There’s little doubt that their forms have much to do with Reveron’s architectural facet, since they resemble axonometric projections. One is tempted to pull some of the strings and, at the same time, fears to do so in case the pieces collapse. 
     Despite being very different at a first glance, I had similar sensations whilst visiting another exhibition just a short distance away, at Elvira González gallery. What one can see there are recent works by another sculptor, Roger Ackling (Isleworth, UK, 1947). If Reverón-Poján was a surprise, Ackling’s was a reencounter, since I’d already seen his work at this same gallery two years ago. This British artist collects pieces of wood during his walks in the countryside, and then projects the sunlight on them through a magnifying glass, thus burning the wood and creating dark linear patterns on its surface. This is a peculiar way of working, but what most surprises me is the humble nature of these works. First, because of their size: when one is accustomed to the visual assault that many contemporary artists propose –all they really offer, in many cases–, I think that to choose these silent objects is anything but a trivial decision. Second, these are discarded, apparently useless pieces of wood, which Ackling recovers and dignifies. 
     In Reverón’s works, there seems to be something hiding from us. One would like to see them from more perspectives, like some computer applications can do. Ackling’s pieces, on the other hand, are no more and no less than what we see. In both cases, though, one has the impression that the works are very fragile. When we get closer to Ackling’s minimal pieces of wood, we hold our breath as a if a strong exhalation were to make them roll over and fall; there’s also the feeling that if only one of the strings holding Reverón’s works were to fail, then the whole thing would collapse. This fragility might be implicitly linked to the way the pieces have been made: I imagine Reverón with the precision of the technical drawer; Ackling I imagine waiting patiently for the sun to carve its burning lines onto the wood. Every work of art, if we want to get something out of it, must be looked at with the same patience. What I like about the works of Ackling and Reverón is that they don’t just suggest we come closer, they demand it. We must do it carefully, though.


Rafael Reverón-Poján: SUPER BLOCK space and other species. Galería Astarté. Monte Esquinza, 8. Madrid. Until 10th November. Roger Ackling: Inside Out : Outside In. Galería Elvira González. General Castaños, 3. Madrid. Until 8th January, 2013.

viernes, 2 de noviembre de 2012

En busca del tesoro británico

La Fundación Juan March es experta en explorar los recovecos de la Historia del Arte. Desde que la visito asiduamente, he podido ver muestras dedicadas a periodos desdeñados, artistas apenas conocidos en nuestro país y facetas poco exploradas de otros más célebres: el Friedrich dibujante, Asher B. Durand, la Latinoamérica geométrica, arte conceptual ruso… La mirada de la Fundación se dirige ahora hacia un país sorprendentemente desconocido: el Reino Unido.
     Digo desconocido porque, aunque el aficionado al arte está perfectamente familiarizado con las grandes figuras del arte británico contemporáneo, lo cierto es que todo lo anterior al siglo XIX es poco menos que un misterio para la gran mayoría del público español. La presente exposición pretende poner solución a ello abarcando, tal y como reza su ambicioso título, desde la primera mitad del siglo XVI (Holbein) hasta la segunda del XX (Hockney). A pesar del amplio arco cronológico, el espectador saldrá de la muestra con una firme idea de la evolución del arte producido en las islas.
     No debe extrañarnos encontrar en la primera parte de la exposición varios artistas procedentes del continente, empezando por el propio Holbein el Joven. El suyo no fue un caso excepcional, ya que durante mucho tiempo Gran Bretaña se nutrió del talento de artistas extranjeros ante la falta de una verdadera escuela local. 1768 es, por tanto, una fecha clave: es el año de la fundación de la Royal Academy of Arts, que marca simbólicamente el momento en que el arte británico empieza a desprenderse de su estatus provinciano. A partir del siglo XVIII, los artistas serán capaces de dar respuestas propias a las distintas corrientes europeas. Pienso que quizá el primer británico en tener un impacto de verdadero calado fuera de Gran Bretaña fue William Hogarth, una de cuyas célebres series puede verse aquí.
     Pero si por algo esta exposición se titula La isla del tesoro –en alusión a otro célebre británico, R. L. Stevenson– es por lo que no conocemos. Las diferencias culturales y sociales entre España y Gran Bretaña, además de la abierta hostilidad política que ha enfrentado a ambos a lo largo de la historia, son razones para entender el porqué del desconocimiento que se tiene aquí del arte británico anterior a la era contemporánea. La primera e importante divergencia que se me ocurre es la religión. En la primera sala de esta exposición el espectador encuentra una serie de iconos religiosos destrozados, evidencia palpable de la ira iconoclasta tras la ruptura de relaciones entre Inglaterra y la Iglesia de Roma. Claves también fueron las guerras civiles del siglo XVII que desembocaron en el establecimiento de una monarquía parlamentaria que puso fin al poder absoluto del rey. La cultura liberal derivada de ello explica en buena medida la gran tradición de sátira social y política surgida en Gran Bretaña, de la que el mencionado Hogarth es el mejor exponente. Estos y otros acontecimientos históricos están bien representados a lo largo de toda la exposición.
     Hacia el final de la exposición comprobamos cómo la relevancia del arte británico llega a su cima en el siglo XX, con figuras tan conocidas como Bacon, Moore o Freud. Pero, además del arte, hubo otros terrenos culturales del siglo pasado para los que Gran Bretaña fue, y sigue siendo, un referente. Uno de ellos es la música pop, por lo que considero un gran acierto que los comisarios hayan incluido en la última sala la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles, obra de Peter Blake. Aunque la exposición aparentemente acabe aquí, la muestra se completa en la planta baja con la enorme obra de Tony Cragg, Gran Bretaña vista desde el Norte, una mirada crítica al Reino Unido de la era Thatcher.

La isla del tesoro. Arte británico de Holbein a Hockney. Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid. Hasta el 20 de enero de 2013.

William Hogarth, 3ª escena de la serie La carrera de la prostituta, 1732-33


British treasure hunt

The Fundación Juan March is renowned for exploring the hidden corners of Art History. Since I started visiting it, I’ve been able to see exhibitions dedicated to forgotten periods, hardly-known artists and unexplored aspects of more celebrated ones: Friedrich’s drawings, Asher B. Durand, Latin American geometric abstraction, Russian conceptual art... The Fundación now looks towards a surprisingly unknown country: the United Kingdom. 
     I say unknown because, although art aficionados are perfectly familiar with the big names in British modern and contemporary art, the truth is that everything prior to the 19th century is a near mystery for the majority of the Spanish public. The current exhibition strives to put a solution to this by, as its ambitious title states, going from the first half of the 16th century (Holbein) to the second half of the 1900’s. Despite being such a long period, the visitor will leave the exhibition with a clear idea of the evolution of art in Britain. 
     We mustn’t be surprised to find various continental artists throughout the first part of the exhibition, beginning with Holbein himself. His case was not exceptional, since Britain constantly resorted to the talent of foreign artists as it lacked a real local school of its own. That’s why 1768 is a key date: it’s the year the Royal Academy of Arts was founded, with which British art began to abandon its provincial status. From the 18th century onwards, British artists were capable of giving a personal response to the various European trends. I think that possibly the first British artist to make a real impact outside Britain was William Hogarth, one of whose celebrated series can be seen here. 
     But if this exhibition is called Treasure Island –an allusion to another famous Brit, R. L. Stevenson– it’s for the parts of British art history we don’t know. The cultural and social differences between Spain and Britain, apart from open historical hostilities, are important if we want to understand why pre-Modern British art is hardly known over here. The first important difference I can think of is religion: in the first room of this exhibition we find a series of semi-destroyed religious sculptures that are proof of the iconoclastic rage aroused after England’s relations with the Church of Rome were broken. The civil wars of the 17th century, which put an end to the king’s absolute power, are another key moment. The liberal culture that derived from this explains the birth of a very British tradition of social and political satire, of which the mentioned Hogarth is a prominent figure. These and other historical events are present throughout the exhibition. 
     Towards the end of the show, we see how British art’s self-confidence and relevance reaches its peak in the 20th century with figures such as Bacon, Moore or Freud. Apart from art, though, there are other cultural fields for which Britain was, and still is, a key reference. One of these is pop music, and I think the curators have done very well in including the sleeve for The Beatles’ Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, created by Peter Blake. Although the exhibition appears to end here, the show is completed on the bottom floor with the enormous Britain seen from the North by Tony Cragg, a critical comment on Thatcher-era Britain. 

Treasure Island: British Art from Holbein to Hockney. Fundación Juan March. Castelló, 77. Madrid. Until 20th January 2013.