domingo, 16 de diciembre de 2012

Años 30 (II): guerra de panfletos

El auge de las Exposiciones Internacionales puede que no marque la muerte definitiva de la vanguardia, como sugerí en mi anterior entrada dedicada a esta muestra. En términos formales, sigo sosteniendo que así fue, pero quizá los años 30 pueden entenderse como una mutación más que como un final definitivo. Esta década marca un momento en que buena parte de los artistas de vanguardia dejaron a un lado la innovación estética como un fin en sí mismo y se pusieron al servicio de metas ajenas al arte. El paso de un arte de minorías a una estética de masas está inevitablemente ligado al uso que la política hizo de él, tal y como queda demostrado en la segunda parte de la exposición del Reina Sofía.
     La parte de la exposición situada en la segunda planta se centra en los años 30 vistos desde España. No sé hasta qué punto habrá influido la crisis económica en la elección, pero el hecho de tratar exhaustivamente el panorama español ha permitido al Reina Sofía echar mano de buena parte de sus fondos. Que no se entienda esto como una queja; es una buena manera de aprovechar los recursos que uno tiene.
     La primera sala de esta sección está dedicada a la proyección de una película de la época que documenta el funeral de Buenaventura Durruti, que tuvo lugar en Barcelona en noviembre de 1936. Desde el mismo comienzo estamos, por tanto, inmersos en la Guerra Civil, que sirve de tenebroso telón de fondo a las demás obras expuestas. La manera en la que la contienda ha marcado el siglo XX español puede hacernos olvidar la enorme repercusión que tuvo fuera de nuestras fronteras. El museo aporta material gráfico que sirve para atestiguarlo. Me llama poderosamente la atención, por ejemplo, un cartel republicano impreso en una publicación del Partido Laborista británico.
     Nunca está de más pasearse por una exposición como esta. Creo que la parte de la colección permanente del Reina Sofía dedicada a la Guerra Civil no debería modificarse nunca. Y es que cuando uno mira estos carteles, comprueba que el lenguaje utilizado en ellos no está aún desterrado del todo. Para mí, caben dos lecturas de la propaganda: en ocasiones, los carteles son ejemplos ingeniosos de diseño gráfico; sin embargo, sea cual sea su valor estético, la mayor parte de las veces no queda más remedio que tacharlos de bazofia intelectual.
     En esta exposición también he aprendido que la sátira política es un recurso válido sólo para tiempos de paz, porque en la guerra todo humor sobra. Llegué a esta conclusión al ver la célebre serie de grabados de Picasso titulada Sueño y mentira de Franco. Es una crítica ácida que ridiculiza al general, sí, pero palidece cuando uno se gira y entrevé en la sala contigua los rostros de horror del Guernica. El comentario político, ya sea el más lúcido o el más zafio, siempre tiene la sospecha del partidismo; en la denuncia de la guerra, como en el Guernica, no hay color que valga.
     A diferencia de visitas anteriores al Reina Sofía, esta vez miré con más atención la maqueta del pabellón español en la Exposición Internacional de 1937. Mirando la reproducción de la bandera tricolor que debió de ondear en París, traté de ponerme en la piel de un visitante extranjero y pensé que quizá, durante un breve periodo, España mereció la admiración de las democracias europeas. En la pared de al lado cuelgan unos dibujos de Josep Renau que ilustran algunos los valores fundamentales de la República. Éstos podrían ser suscritos hoy, y por eso a uno le entristece más ver cómo acabó la historia. La década de los 30 fue una guerra de panfletos, y la carnicería nacional española quizá sea su episodio más triste. En el terreno de la propaganda, la democracia tiene siempre las de perder. En España, unos y otros se empeñaron en que todos los que creían en la posibilidad de un país razonable vieran la realidad desde el grueso cristal de sus gafas azules y rojas.

Encuentro con los años 30. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 7 de enero de 2013.


1930's (II): war of pamphlets

The growing importance of International Exhibitions may not mark the ultimate decease of the avant-garde, as I suggested in my last post dedicated to this current show at the Reina Sofía Museum. Speaking in formal terms, I am still convinced this is the case, but maybe the avant-garde just muted, not necessarily ceased to exist as such. The 1930’s are a point where many avant-garde artists put art for art’s sake to one side and sought out for goals alien to art. The change from an art of minorities to an aesthetic for the masses is, in part, a result of modern art’s ever-closer relationship with politics. This is made clear in the second half of the exhibition at the Reina Sofía.
     This section, on the second floor, focuses on the 1930’s in Spain. I don’t know how the economic crisis has affected the decision, but the fact that the exhibition thoroughly explores the scene in Spain has enabled the Reina Sofía to take advantage of its own collection. This shouldn’t be taken as a complaint; it’s a good way to make the best out of one’s resources. 
     The first room has a projection of a film from the period that documents the funeral of the anarchist leader Buenaventura Durruti, which took place in Barcelona in November 1936. From the very beginning, then, we are immersed in the Civil War, which serves from then on as a sinister backdrop for the artworks. The way the conflict has marked 20th century Spain can make us forget the tremendous impact it made on the rest of the world. The museum supplies documents to support this idea. A republican poster reproduced on a British Labour Party publication especially calls my attention. 
     It’s always useful to visit exhibitions like these. I think the part of the Reina Sofía’s permanent collection dedicated to the Civil War should never be touched. Because when one looks at the propaganda of the time, he sees that some of the language used can still be heard today. For me, there are two ways of looking at propaganda: sometimes, we can see it as clever graphic design; but, despite its aesthetic quality, most of the time it’s just intellectual rubbish.
     In this exhibition I’ve also learned that political satire is a valid medium in time of peace. During war, though, humour is not in order. I reached this conclusion whilst looking at Picasso’s Dream and Lie of Franco. It’s a very hard view on the dictator-to-be, but it seems weak if we turn around and get a glimpse of the faces of terror of Guernica. Political commentary, of the best or worst quality, is always suspect of being biased; when it comes to denouncing war, all colours –like in Guernica– are superfluous. 
     Unlike other visits I’ve made to the Reina Sofía, this time I took more time to observe a model of the Spanish pavilion at the International Exhibition of 1937. Looking at a reproduction of the republican flag that waved in Paris, I tried to put myself in the shoes of a foreign visitor and I thought that, during a brief period, Spain must have been admired by other European democracies. In the wall opposite, we can see pictures by Josep Renau that illustrate some of the Republic’s founding values. These are valid by today’s standards, making it even more frustrating when we think of how it all turned out. The 1930’s was a war of pamphlets, and Spain’s national butchery might be its saddest episode. In terms of propaganda, democracy is always the underdog. Here, people from both sides made everyone who thought Spain could become a reasonable country see reality through their thick blue and red glasses. 

Encounters with the 1930s. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Until 7th January 2013.
 

martes, 11 de diciembre de 2012

Galería de retratados

A estas horas de la tarde, el traje que vestía impecable a las nueve de la mañana ha sido invadido por las arrugas después de todo un día de actividad. A resguardo del jefe, el botones de traje rojo se ha desplomado sobre un sillón para recobrar el aliento. No piensa en nada porque el cansancio físico ha llegado a ese punto en que el cerebro no trabaja más que para poner en marcha las extremidades del cuerpo. La simple visión de su rostro, desganado y descreído, hace pensar que no está satisfecho con su trabajo, pero que tampoco imagina una alternativa plausible. Qué tediosa rutina esta, la de abrir y cerrar la puerta, agacharse a recoger maletas y subir y bajar pisos para atender las necesidades de los huéspedes.
     Un par de minutos después está de nuevo en pie y se dirige al mostrador de recepción. Allí le informan de que el caballero de la habitación 135 quiere que le suban la cena. En la cocina, mientras el chef prepara el plato, el botones espía el comedor a través de un ventanuco. La mitad de las mesas están ocupadas por comensales bien vestidos: familias de la ciudad que vienen a pasar unas vacaciones al campo y hombres de negocios que habrán sido invitados a cazar en el bosque colindante por la mañana y a los que habrá que servir puros después del postre. En el momento en que el cocinero le avisa de que el plato ya está listo, ve entrar en el comedor a una mujer con mirada distraída que viste una blusa roja.
     Las esperas frente al ascensor siempre se hacen más cansadas con algo en la mano. Las maletas se pueden dejar en el suelo, no así esta bandeja en la que reposan un humeante estofado de carne y una botella de vino de vidrio muy grueso. Llega el ascensor y su compañero Pierre descorre las rejas desde dentro. Se sonríen, podrán tener una pequeña charla que sirva de alivio a la rutina del trabajo. Pero cuando Pierre se dispone a cerrar, oyen un grito exigiendo que esperen. Entra en la cabina un hombre que los enmudece. Un peculiar tocado negro remata una cara monstruosa: unas grandes ojeras ensombrecen la tez pálida, la mandíbula está completamente desencajada y los ojos dilatados no parecen más que dos profundas oquedades. Pierre pone en marcha el ascensor. Como todo su ropaje es negro, no se sabe muy bien si el hombre recién entrado viste chaqueta y pantalón o si todo es una gran túnica. A pesar de todo, lo cierto es que su figura oscura adquiere un aire distinguido sobre el fondo marrón del ascensor. El botones se percata de que el caballero lleva bajo el brazo un libro; acaso puede revelar algo sobre su llamativo vestuario. El libro es muy grueso y tiene cubiertas azules. El botones lee el título y queda perplejo: La question de l’art espagnol.
     Dos pisos más arriba abandona el ascensor, dejando tras de sí al caballero y a Pierre, que se despide con cara de pánico. Al llegar a la habitación 135, llama a la puerta. No hay respuesta. “Monsieur Fleuret, le traigo la cena”, anuncia mientras golpea de nuevo la madera. Sigue sin haber respuesta. Prueba el picaporte y comprueba que la puerta no está cerrada con llave. Entra con cuidado y encuentra a un joven leyendo frente al escritorio. Esperando un saludo, se queda parado, pero el joven, que viste un elegante traje oscuro y está bien aseado a juzgar por el olor que se cuela tras la puerta del cuarto de baño, no levanta la vista de su libro. El botones se acerca con cautela mientras se aclara la garganta y produce otra serie de ruidos innecesarios para tratar de llamar la atención del huésped. El joven continúa absorto en su libro a pesar de tener ya al botones a menos de dos metros. Éste deja la bandeja sobre una pequeña mesa y comienza a dar marcha atrás. Al levantar la vista, se sobresalta al encontrar al joven observándolo fijamente. El botones resopla y esboza una sonrisa. Hace un comentario educado sobre la cómica situación, pero el joven no hace más que mirarlo con gesto impenetrable, callado. Sigue sentado en su silla pero se ha incorporado, los codos apoyados sobre las piernas abiertas y el libro en las manos. Sin hacer más comentarios, el botones agarra el pomo de la puerta y sale. Antes de cerrar aún puede ver la mirada fija del joven. Recorre los pasillos a paso ligero, camino del ascensor.
     De vuelta a la planta baja, se dispone a averiguar si hay tareas pendientes pero queda detenido ante la entrada del comedor. La mujer de la blusa roja está sentada sola en la mesa de la esquina más alejada. Espera distraída a que la atiendan, sin atisbo de impaciencia. Su cuerpo es una mancha roja que alegra la sala. Mira hacia un punto indefinido, absorta en sus pensamientos, y el botones admira su belleza sencilla, sin los aspavientos del maquillaje de las demás mujeres que hay en el comedor. Frente al ruido estridente de sus avivadas conversaciones, la mujer de la blusa roja posee un aura en torno a sí que la mantiene incontaminada, serena. Al botones se le empiezan a ocurrir ideas disparatadas, como inventarse alguna excusa para hablar con ella o acercarse a la recepción para descubrir cuál es su habitación. Estos planes se desbaratan rápidamente, sin embargo. A su lado pasa un hombre delgado y con bigote que atraviesa el comedor mientras exclama “¡Marthe!”. La mujer de la blusa levanta entonces la vista y saluda a su marido con una sonrisa antes de que éste tome asiento junto a ella.
     Esta privada derrota le devuelve el cansancio físico al botones, que decide que lo mejor es descansar durante un rato, ahora que la mayoría de la gente está en el comedor o ha salido a cenar fuera. Encuentra su sillón y vuelve a desplomarse sobre él. A salvo de huéspedes y jefes, piensa en el catálogo de personas que ha tratado esa tarde. Se ve sorprendido, sin embargo, por la aparición de un hombre trajeado que camina despacio, deteniéndose ante cada uno de los cuadros que cuelgan de la pared. Se acaricia la barbilla mientras acerca la nariz a un retrato sombrío del fundador del hotel.
     –Un retrato es una gran manera de conocer a dos personas a la vez, ¿no cree?
     –¿Me habla a mí? –pregunta el botones con sorpresa.
     –Sí, claro. Mire este –dice sin despegarse del cuadro–. Tan importante es conocer el nombre del protagonista como el de la persona que firma el cuadro. Es lo que siempre digo: en un retrato no sólo se ve la imagen del retratado sino también la del que lo retrata. Lo sé porque soy artista, ¿sabe? Ocurre igual en la literatura. ¿Cómo va a describir un escritor a sus personajes sin proyectar sobre ellos al menos una parte de su personalidad? Todo es psicología. ¿Ha leído usted a Freud?
     Abrumado por la locuacidad del personaje, el botones no sabe qué respuesta será la más adecuada para terminar con el interrogatorio. El artista se vuelve hacia él y se le ilumina el rostro.
     –Oiga, tiene usted una pose muy interesante sentado en esa butaca. ¿Le importaría que le hiciera un retrato?
     Lo que me faltaba, piensa el botones.
     –Adelante, dibuje, dibuje –dice con desgana.

Retratos. Obras maestras del Centre Pompidou. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 6 de enero de 2013.

Chaïm Soutine, El botones, 1925




A Portrait Gallery

At this hour, the impeccable uniform he was wearing at nine in the morning has now been invaded by creases after a hard day’s work. Safe from the boss, the bellboy in the red suit has collapsed into a couch to recover his breath. His mind is blank because his physical exhaustion has reached that point where the brain controls the arms and legs and little more. A simple look at his face shows he is tired of his job, but also that he can’t imagine a feasible alternative. What a tedious routine: open and close the door, bend down and pick up suitcases, travel in the lift to attend the guests...
     Two minutes later he’s on his feet again and on his way to reception. There he is told that the gentleman in room 135 wants dinner taken up to his room. In the kitchen, while the chef prepares the dish, the bellboy spies the dining room through a small window. The tables are taken by well-dressed guests: families from the city who are on holiday in the countryside and businessmen who have been invited to hunt in the morning in the nearby forest and who will be served cigars after dessert. Just as the cook tells him the dish is ready, the bellboy sees a distracted woman wearing a red blouse enter the dining room.
     Waiting for the lift is always more tiresome when one is holding something in his hand. Suitcases can be left on the floor, but not this tray on which there is a stew and a thick-glassed bottle of wine. The lift arrives and Pierre retires the wrought-iron gate from the inside. They both smile. They’ll be able to have a short chat that will relieve the routine of work. But just as Pierre is about to close, they hear a shout commanding them to wait. A man enters the cabin and both of them are left gobsmacked. A peculiar black hat crowns a monstrous face: large shadows cover parts of the pale skin, the jaw is completely dislocated and the dilated eyes look more like deep holes. Pierre puts the lift in motion. Because all the man’s clothes are black, one cannot tell if he is wearing a suit or a long tunic. In spite of this ghostly appearance, though, the man’s profile looks distinguished on the lift’s brown walls. The bellboy realises the man carries a book under his arm which might reveal something about his extravagance. The book is large and has blue covers. The bellboy reads the title and remains perplex: La question de l’art espagnol.
     Two floors later he abandons the lift, leaving the gentleman and Pierre behind, the latter with a face of panic. He arrives at room 135 and knocks on the door. No answer. “Monsieur Fleuret, I’ve brought your dinner,” he says while he knocks again. Still no answer. He tries the doorknob and finds the room is not locked. He enters quietly and finds a young man reading a book at the writing desk. The bellboy, waiting for a greeting, stays still, but the young man, who is dressed in an elegant dark suit and has just washed judging by the smell coming from the bathroom, remains reading silently. The bellboy approaches calmly while he clears his throat and makes another series of unnecessary noises in order to call the attention of the guest. The young man is still absorbed by his book despite the bellboy being less than two metres away. He leaves the tray on a small table and begins to retreat. He raises his head and is shocked to find the young man observing him intently. The bellboy gasps and tries to smile. He makes a nervous remark about the comical situation, but the young man just looks at him silently with an inscrutable gesture. He remains sitting, but he now rests his arms on his thighs, the book in his hands. Without further comments, the bellboy reaches for the door. Before closing it, he can still see the young man’s fixed gaze. He walks the corridors quickly in search of the lift.
     Back on the ground floor, he’s on his way to find out if there are more duties to be done but he stops for a moment before the door of the dining room. The woman in the red blouse is sitting at a table in the furthest corner. She peacefully waits to be served, without a shadow of impatience. Her body is a red form that livens up the room. She looks at nothing, absorbed in her thoughts, and the bellboy admires her simple beauty, nothing to do with the superficiality of the makeup that the rest of the women in the room wear. In the midst of their loud conversations, the woman in the red blouse possesses an aura that leaves her uncontaminated, serene. The bellboy begins to imagine all kinds of wild ideas, such as making up an excuse so he can talk to her or go over to reception to find out which is her room. These plans quickly vanish, though. A slim man with moustache walks past him and into the dining room calling “Marthe!” The woman in the red blouse looks up and greets her husband with a smile before he takes a seat beside her.
     This private defeat makes the bellboy weary and tired again, and he decides the best he can do is rest another while, now that most people are in the dining room or have gone out for dinner elsewhere. He finds his couch and collapses into it again. Safe from guests and bosses, he begins to think of all the people he has met during the afternoon. He is taken by surprise, though, when a man in a suit appears. He walks very slowly and stops to look at every one of the paintings hanging on the walls. He caresses his chin as his nose approaches a gloomy portrait of the founder of the hotel.
     “A portrait is a great way of getting to know two people at once, don’t you think?"
     “Are you talking to me?” asks the bellboy with surprise. 
     “Yes, of course. Now, look at this one,” he says with his attention still fixed on the painting. “It’s just as important to know the name of the protagonist as it is to know the one of the painter. It’s what I always say: in a portrait we don’t just see the person that is there, but also the author. I know because I’m an artist, you see. The same happens in literature. How can a writer describe his characters without projecting a part of his personality on them? It’s all a question of psychology. Have you read Freud?"
     Overwhelmed by such talkativeness, the bellboy doesn’t know what to say in order to put an end to the interrogation. The artist turns around and smiles. 
     “Say, you have a very interesting pose on that couch. Do you mind if I do a portrait of you?"
     The bellboy sighs with astonishment and annoyance. 
     “Sure, go ahead, go ahead.”

Portraits. Masterpieces from the Centre Pompidou. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Until 6th January 2013.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Años 30: vanguardia para todos

¿Cuándo deja una vanguardia de ser vanguardia? Es un tema al que algún día me gustaría dedicar una profundo estudio. Como casi todas las palabras altisonantes, este término se ha empleado con tanto abuso que ya prácticamente carece de significado. En lo que se refiere a las artes visuales, hablar del arte que se produce hoy como vanguardista es, cuando menos, anacrónico, pues el adjetivo se refiere a un periodo de tiempo relativamente corto dentro de la historia del arte. Yo, de hecho, opino que hay que pensárselo dos veces antes de tildar de “vanguardista” a algo posterior a los ready-mades de Marcel Duchamp. 
     En lo que creo que todos estamos de acuerdo es en que un movimiento artístico deja de estar en la vanguardia cuando se convierte en la estética dominante, o al menos en una de ellas. Quizá sea la década de 1930 la que marca el triunfo final de la vanguardia sobre el arte tradicional. Al menos eso parece indicar el enorme collage de Charlotte Perriand y Fernand Léger destinado a decorar el pabellón del Ministerio de Agricultura en la Exposición Internacional de París de 1937. Esta obra se expone ahora en las paredes del Museo Reina Sofía, que se propone hacer una revisión de la época que vaya más allá de un mero análisis estético. 
     Lo considero un acierto porque creo que los años 30 son importantes por otros motivos, agotada como estaba, al fin y al cabo, la experimentación formal de las vanguardias. En cierto modo, veo la década de los treinta como una de asimilación más reposada, en contraste con los decenios anteriores de febril investigación estética. Lo digo porque la tarea de los artistas parece consistir, más que en inventar nuevas fórmulas, pensar acerca de qué hacer con todas las que tienen sobre la mesa. Conviven, a grandes rasgos, tres tendencias (realismo, abstracción y surrealismo), a las que la primera mitad de la exposición del Reina Sofía dedica sendas secciones. 
     Resulta reductor hablar de la estética dominante de una época como si fuera un ente homogéneo cortado por un mismo patrón. Siempre hay matices que uno debe observar si de veras quiere comprender el arte de un determinado momento. Una de las ventajas de los años 30 es que esta diversidad es palpable a primera vista. El hecho de que ninguno de los grandes “estilos” se convirtiera  en hegemónico puede resultar gozoso para el amante del arte, que puede admirar el duro trazo de Beckmann antes de pasar al lirismo abstracto de Kandinsky. Al mismo tiempo, sin embargo, no puedo esquivar la sensación de que esta coexistencia aparentemente pacífica no es más que una fase frágil y pasajera, el equivalente estético a la tensa calma que sobrevuela todo el periodo de entreguerras. 
     Sea como fuere, los años treinta marcan un punto de no retorno: la vanguardia abandona los estudios y las galerías de arte para instalarse definitivamente en la vida cotidiana. Esto se debe, ante todo, a la creciente importancia de los nuevos medios, sobre todo la fotografía. Estas expresiones artísticas, debido a su carácter reproducible, llegan al gran público por medio de la publicidad, la propaganda y las películas, convirtiendo en populares lo que pocos años antes eran propuestas estéticas reservadas a una selecta minoría. El auge de las exposiciones internacionales –otra de las secciones de la exposición– es la demostración definitiva de este hecho, y es en este contexto donde encontramos el gigantesco collage de Perriand y Léger. La estética que anteayer era radical y agresiva sirve ahora para representar una bucólica visión de la vida en el campo, dirigida a miles de espectadores. Es un punto de destino: la vanguardia acaba donde empieza el reconocimiento. 

Encuentro con los años 30. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 7 de enero de 2013. 

Fragmento del collage de Perriand y Léger

1930's: avant-garde for everyone

When does the avant-garde stop being avant-garde? It’s an issue I’d like to dedicate a deeper study some time. As with all grandiloquent words, it’s a term so abused of that it virtually lacks any meaning. In the field of the visual arts, to refer to art made today as avant-garde is, at least, an anachronism, since it refers to a specific, relatively short, period of art history. I, for one, think that to classify something created after Duchamp’s ready-mades as “avant-garde” is worth a second thought. 
     What I think we’d all agree on is that an artistic movement ceases to be at the avant-garde when it becomes the dominating style, or one of them. The 1930’s may well signal the final triumph of the avant-garde over traditional art. At least that’s the impression one gets after seeing the enormous collage made by Charlotte Perriand and Fernand Léger for the Ministry of Agriculture pavilion at the Paris International Fair of 1937. This work is now exhibited at the Reina Sofía Museum as part of an exhibition which aims to give an account of the period that transcends the mere aesthetic analysis. 
     I think it’s a good decision, because the ‘30s are important for other reasons, exhausted as the avant-garde’s formal experimentation was. In a way, I see the decade as a calmer assimilation, in contrast to the feverish aesthetic investigation of the 1900-1920’s period. I say this because the artists’ mission, instead of inventing new formulas, seems to be to think of what to do with the all the ones that are already laid on the table. There are, basically, three large tendencies that coexist (Realism, Abstraction and Surrealism), each of which have sections dedicated to them in the first part of the exhibition. 
     It’s always impoverishing to speak of the dominating tendency of a period as a homogeneous whole. There are always nuances that one must consider in order to get the full picture of a specific moment. One of the advantages of the thirties is that one gets a general view of this diversity at a first glance. The fact that none of these “styles” became hegemonic can be a real joy for the art lover, who can admire the hard-edge of Beckmann’s paintings before moving on to Kandinsky’s lyrical abstraction. At the same time, however, I have the sensation that this apparently pacific coexistence is just a fragile phase, a kind of aesthetic equivalent to the quiet tensions that marked the whole interwar period. 
     In any case, the 1930’s signal a point of no return: the avant-garde leaves the studios and art galleries to become part of everyday life. This is greatly due to the ever-growing relevance of new media, especially photography. Since they could be infinitely reproduced, these means of expression reached a much wider public through publicity, propaganda and films, making popular what only a few years before were aesthetic values reserved for a select minority. The importance of world fairs –another of the subjects discussed in the exhibition– is the definite demonstration of this fact, and it is here that we find Perriand’s and Léger’s gigantic collage. The forms that only yesterday were radical and aggressive are valid today for bucolic visions of life in the countryside, aimed at thousands of spectators. It’s a point of destination: the avant-garde ends where recognition begins.

Encounters with the 1930s. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Until 7th January 2013.