A estas horas de la tarde, el traje que vestía
impecable a las nueve de la mañana ha sido invadido por las arrugas después de
todo un día de actividad. A resguardo del jefe, el botones de traje rojo se ha
desplomado sobre un sillón para recobrar el aliento. No piensa en nada porque
el cansancio físico ha llegado a ese punto en que el cerebro no trabaja más que
para poner en marcha las extremidades del cuerpo. La simple visión de su
rostro, desganado y descreído, hace pensar que no está satisfecho con su
trabajo, pero que tampoco imagina una alternativa plausible. Qué tediosa rutina
esta, la de abrir y cerrar la puerta, agacharse a recoger maletas y subir y
bajar pisos para atender las necesidades de los huéspedes.
Un par de minutos después está de nuevo en pie y se dirige al mostrador de recepción. Allí le informan de que el caballero de la habitación 135 quiere que le suban la cena. En la cocina, mientras el chef prepara el plato, el botones espía el comedor a través de un ventanuco. La mitad de las mesas están ocupadas por comensales bien vestidos: familias de la ciudad que vienen a pasar unas vacaciones al campo y hombres de negocios que habrán sido invitados a cazar en el bosque colindante por la mañana y a los que habrá que servir puros después del postre. En el momento en que el cocinero le avisa de que el plato ya está listo, ve entrar en el comedor a una mujer con mirada distraída que viste una blusa roja.
Las esperas frente al ascensor siempre se hacen más cansadas con algo en la mano. Las maletas se pueden dejar en el suelo, no así esta bandeja en la que reposan un humeante estofado de carne y una botella de vino de vidrio muy grueso. Llega el ascensor y su compañero Pierre descorre las rejas desde dentro. Se sonríen, podrán tener una pequeña charla que sirva de alivio a la rutina del trabajo. Pero cuando Pierre se dispone a cerrar, oyen un grito exigiendo que esperen. Entra en la cabina un hombre que los enmudece. Un peculiar tocado negro remata una cara monstruosa: unas grandes ojeras ensombrecen la tez pálida, la mandíbula está completamente desencajada y los ojos dilatados no parecen más que dos profundas oquedades. Pierre pone en marcha el ascensor. Como todo su ropaje es negro, no se sabe muy bien si el hombre recién entrado viste chaqueta y pantalón o si todo es una gran túnica. A pesar de todo, lo cierto es que su figura oscura adquiere un aire distinguido sobre el fondo marrón del ascensor. El botones se percata de que el caballero lleva bajo el brazo un libro; acaso puede revelar algo sobre su llamativo vestuario. El libro es muy grueso y tiene cubiertas azules. El botones lee el título y queda perplejo: La question de l’art espagnol.
Dos pisos más arriba abandona el ascensor, dejando tras de sí al caballero y a Pierre, que se despide con cara de pánico. Al llegar a la habitación 135, llama a la puerta. No hay respuesta. “Monsieur Fleuret, le traigo la cena”, anuncia mientras golpea de nuevo la madera. Sigue sin haber respuesta. Prueba el picaporte y comprueba que la puerta no está cerrada con llave. Entra con cuidado y encuentra a un joven leyendo frente al escritorio. Esperando un saludo, se queda parado, pero el joven, que viste un elegante traje oscuro y está bien aseado a juzgar por el olor que se cuela tras la puerta del cuarto de baño, no levanta la vista de su libro. El botones se acerca con cautela mientras se aclara la garganta y produce otra serie de ruidos innecesarios para tratar de llamar la atención del huésped. El joven continúa absorto en su libro a pesar de tener ya al botones a menos de dos metros. Éste deja la bandeja sobre una pequeña mesa y comienza a dar marcha atrás. Al levantar la vista, se sobresalta al encontrar al joven observándolo fijamente. El botones resopla y esboza una sonrisa. Hace un comentario educado sobre la cómica situación, pero el joven no hace más que mirarlo con gesto impenetrable, callado. Sigue sentado en su silla pero se ha incorporado, los codos apoyados sobre las piernas abiertas y el libro en las manos. Sin hacer más comentarios, el botones agarra el pomo de la puerta y sale. Antes de cerrar aún puede ver la mirada fija del joven. Recorre los pasillos a paso ligero, camino del ascensor.
De vuelta a la planta baja, se dispone a averiguar si hay tareas pendientes pero queda detenido ante la entrada del comedor. La mujer de la blusa roja está sentada sola en la mesa de la esquina más alejada. Espera distraída a que la atiendan, sin atisbo de impaciencia. Su cuerpo es una mancha roja que alegra la sala. Mira hacia un punto indefinido, absorta en sus pensamientos, y el botones admira su belleza sencilla, sin los aspavientos del maquillaje de las demás mujeres que hay en el comedor. Frente al ruido estridente de sus avivadas conversaciones, la mujer de la blusa roja posee un aura en torno a sí que la mantiene incontaminada, serena. Al botones se le empiezan a ocurrir ideas disparatadas, como inventarse alguna excusa para hablar con ella o acercarse a la recepción para descubrir cuál es su habitación. Estos planes se desbaratan rápidamente, sin embargo. A su lado pasa un hombre delgado y con bigote que atraviesa el comedor mientras exclama “¡Marthe!”. La mujer de la blusa levanta entonces la vista y saluda a su marido con una sonrisa antes de que éste tome asiento junto a ella.
Esta privada derrota le devuelve el cansancio físico al botones, que decide que lo mejor es descansar durante un rato, ahora que la mayoría de la gente está en el comedor o ha salido a cenar fuera. Encuentra su sillón y vuelve a desplomarse sobre él. A salvo de huéspedes y jefes, piensa en el catálogo de personas que ha tratado esa tarde. Se ve sorprendido, sin embargo, por la aparición de un hombre trajeado que camina despacio, deteniéndose ante cada uno de los cuadros que cuelgan de la pared. Se acaricia la barbilla mientras acerca la nariz a un retrato sombrío del fundador del hotel.
–Un retrato es una gran manera de conocer a dos personas a la vez, ¿no cree?
–¿Me habla a mí? –pregunta el botones con sorpresa.
–Sí, claro. Mire este –dice sin despegarse del cuadro–. Tan importante es conocer el nombre del protagonista como el de la persona que firma el cuadro. Es lo que siempre digo: en un retrato no sólo se ve la imagen del retratado sino también la del que lo retrata. Lo sé porque soy artista, ¿sabe? Ocurre igual en la literatura. ¿Cómo va a describir un escritor a sus personajes sin proyectar sobre ellos al menos una parte de su personalidad? Todo es psicología. ¿Ha leído usted a Freud?
Abrumado por la locuacidad del personaje, el botones no sabe qué respuesta será la más adecuada para terminar con el interrogatorio. El artista se vuelve hacia él y se le ilumina el rostro.
–Oiga, tiene usted una pose muy interesante sentado en esa butaca. ¿Le importaría que le hiciera un retrato?
Lo que me faltaba, piensa el botones.
–Adelante, dibuje, dibuje –dice con desgana.
Un par de minutos después está de nuevo en pie y se dirige al mostrador de recepción. Allí le informan de que el caballero de la habitación 135 quiere que le suban la cena. En la cocina, mientras el chef prepara el plato, el botones espía el comedor a través de un ventanuco. La mitad de las mesas están ocupadas por comensales bien vestidos: familias de la ciudad que vienen a pasar unas vacaciones al campo y hombres de negocios que habrán sido invitados a cazar en el bosque colindante por la mañana y a los que habrá que servir puros después del postre. En el momento en que el cocinero le avisa de que el plato ya está listo, ve entrar en el comedor a una mujer con mirada distraída que viste una blusa roja.
Las esperas frente al ascensor siempre se hacen más cansadas con algo en la mano. Las maletas se pueden dejar en el suelo, no así esta bandeja en la que reposan un humeante estofado de carne y una botella de vino de vidrio muy grueso. Llega el ascensor y su compañero Pierre descorre las rejas desde dentro. Se sonríen, podrán tener una pequeña charla que sirva de alivio a la rutina del trabajo. Pero cuando Pierre se dispone a cerrar, oyen un grito exigiendo que esperen. Entra en la cabina un hombre que los enmudece. Un peculiar tocado negro remata una cara monstruosa: unas grandes ojeras ensombrecen la tez pálida, la mandíbula está completamente desencajada y los ojos dilatados no parecen más que dos profundas oquedades. Pierre pone en marcha el ascensor. Como todo su ropaje es negro, no se sabe muy bien si el hombre recién entrado viste chaqueta y pantalón o si todo es una gran túnica. A pesar de todo, lo cierto es que su figura oscura adquiere un aire distinguido sobre el fondo marrón del ascensor. El botones se percata de que el caballero lleva bajo el brazo un libro; acaso puede revelar algo sobre su llamativo vestuario. El libro es muy grueso y tiene cubiertas azules. El botones lee el título y queda perplejo: La question de l’art espagnol.
Dos pisos más arriba abandona el ascensor, dejando tras de sí al caballero y a Pierre, que se despide con cara de pánico. Al llegar a la habitación 135, llama a la puerta. No hay respuesta. “Monsieur Fleuret, le traigo la cena”, anuncia mientras golpea de nuevo la madera. Sigue sin haber respuesta. Prueba el picaporte y comprueba que la puerta no está cerrada con llave. Entra con cuidado y encuentra a un joven leyendo frente al escritorio. Esperando un saludo, se queda parado, pero el joven, que viste un elegante traje oscuro y está bien aseado a juzgar por el olor que se cuela tras la puerta del cuarto de baño, no levanta la vista de su libro. El botones se acerca con cautela mientras se aclara la garganta y produce otra serie de ruidos innecesarios para tratar de llamar la atención del huésped. El joven continúa absorto en su libro a pesar de tener ya al botones a menos de dos metros. Éste deja la bandeja sobre una pequeña mesa y comienza a dar marcha atrás. Al levantar la vista, se sobresalta al encontrar al joven observándolo fijamente. El botones resopla y esboza una sonrisa. Hace un comentario educado sobre la cómica situación, pero el joven no hace más que mirarlo con gesto impenetrable, callado. Sigue sentado en su silla pero se ha incorporado, los codos apoyados sobre las piernas abiertas y el libro en las manos. Sin hacer más comentarios, el botones agarra el pomo de la puerta y sale. Antes de cerrar aún puede ver la mirada fija del joven. Recorre los pasillos a paso ligero, camino del ascensor.
De vuelta a la planta baja, se dispone a averiguar si hay tareas pendientes pero queda detenido ante la entrada del comedor. La mujer de la blusa roja está sentada sola en la mesa de la esquina más alejada. Espera distraída a que la atiendan, sin atisbo de impaciencia. Su cuerpo es una mancha roja que alegra la sala. Mira hacia un punto indefinido, absorta en sus pensamientos, y el botones admira su belleza sencilla, sin los aspavientos del maquillaje de las demás mujeres que hay en el comedor. Frente al ruido estridente de sus avivadas conversaciones, la mujer de la blusa roja posee un aura en torno a sí que la mantiene incontaminada, serena. Al botones se le empiezan a ocurrir ideas disparatadas, como inventarse alguna excusa para hablar con ella o acercarse a la recepción para descubrir cuál es su habitación. Estos planes se desbaratan rápidamente, sin embargo. A su lado pasa un hombre delgado y con bigote que atraviesa el comedor mientras exclama “¡Marthe!”. La mujer de la blusa levanta entonces la vista y saluda a su marido con una sonrisa antes de que éste tome asiento junto a ella.
Esta privada derrota le devuelve el cansancio físico al botones, que decide que lo mejor es descansar durante un rato, ahora que la mayoría de la gente está en el comedor o ha salido a cenar fuera. Encuentra su sillón y vuelve a desplomarse sobre él. A salvo de huéspedes y jefes, piensa en el catálogo de personas que ha tratado esa tarde. Se ve sorprendido, sin embargo, por la aparición de un hombre trajeado que camina despacio, deteniéndose ante cada uno de los cuadros que cuelgan de la pared. Se acaricia la barbilla mientras acerca la nariz a un retrato sombrío del fundador del hotel.
–Un retrato es una gran manera de conocer a dos personas a la vez, ¿no cree?
–¿Me habla a mí? –pregunta el botones con sorpresa.
–Sí, claro. Mire este –dice sin despegarse del cuadro–. Tan importante es conocer el nombre del protagonista como el de la persona que firma el cuadro. Es lo que siempre digo: en un retrato no sólo se ve la imagen del retratado sino también la del que lo retrata. Lo sé porque soy artista, ¿sabe? Ocurre igual en la literatura. ¿Cómo va a describir un escritor a sus personajes sin proyectar sobre ellos al menos una parte de su personalidad? Todo es psicología. ¿Ha leído usted a Freud?
Abrumado por la locuacidad del personaje, el botones no sabe qué respuesta será la más adecuada para terminar con el interrogatorio. El artista se vuelve hacia él y se le ilumina el rostro.
–Oiga, tiene usted una pose muy interesante sentado en esa butaca. ¿Le importaría que le hiciera un retrato?
Lo que me faltaba, piensa el botones.
–Adelante, dibuje, dibuje –dice con desgana.
Retratos. Obras maestras del Centre Pompidou. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 6 de enero de 2013.
Chaïm Soutine, El botones, 1925 |
A Portrait Gallery
At this
hour, the impeccable uniform he was wearing at nine in the morning has now been
invaded by creases after a hard day’s work. Safe from the boss, the bellboy in
the red suit has collapsed into a couch to recover his breath. His mind is
blank because his physical exhaustion has reached that point where the brain
controls the arms and legs and little more. A simple look at his face shows he
is tired of his job, but also that he can’t imagine a feasible alternative.
What a tedious routine: open and close the door, bend down and pick up
suitcases, travel in the lift to attend the guests...
Two minutes later he’s on his feet again and on his way to reception. There he is told that the gentleman in room 135 wants dinner taken up to his room. In the kitchen, while the chef prepares the dish, the bellboy spies the dining room through a small window. The tables are taken by well-dressed guests: families from the city who are on holiday in the countryside and businessmen who have been invited to hunt in the morning in the nearby forest and who will be served cigars after dessert. Just as the cook tells him the dish is ready, the bellboy sees a distracted woman wearing a red blouse enter the dining room.
Waiting for the lift is always more tiresome when one is holding something in his hand. Suitcases can be left on the floor, but not this tray on which there is a stew and a thick-glassed bottle of wine. The lift arrives and Pierre retires the wrought-iron gate from the inside. They both smile. They’ll be able to have a short chat that will relieve the routine of work. But just as Pierre is about to close, they hear a shout commanding them to wait. A man enters the cabin and both of them are left gobsmacked. A peculiar black hat crowns a monstrous face: large shadows cover parts of the pale skin, the jaw is completely dislocated and the dilated eyes look more like deep holes. Pierre puts the lift in motion. Because all the man’s clothes are black, one cannot tell if he is wearing a suit or a long tunic. In spite of this ghostly appearance, though, the man’s profile looks distinguished on the lift’s brown walls. The bellboy realises the man carries a book under his arm which might reveal something about his extravagance. The book is large and has blue covers. The bellboy reads the title and remains perplex: La question de l’art espagnol.
Two floors later he abandons the lift, leaving the gentleman and Pierre behind, the latter with a face of panic. He arrives at room 135 and knocks on the door. No answer. “Monsieur Fleuret, I’ve brought your dinner,” he says while he knocks again. Still no answer. He tries the doorknob and finds the room is not locked. He enters quietly and finds a young man reading a book at the writing desk. The bellboy, waiting for a greeting, stays still, but the young man, who is dressed in an elegant dark suit and has just washed judging by the smell coming from the bathroom, remains reading silently. The bellboy approaches calmly while he clears his throat and makes another series of unnecessary noises in order to call the attention of the guest. The young man is still absorbed by his book despite the bellboy being less than two metres away. He leaves the tray on a small table and begins to retreat. He raises his head and is shocked to find the young man observing him intently. The bellboy gasps and tries to smile. He makes a nervous remark about the comical situation, but the young man just looks at him silently with an inscrutable gesture. He remains sitting, but he now rests his arms on his thighs, the book in his hands. Without further comments, the bellboy reaches for the door. Before closing it, he can still see the young man’s fixed gaze. He walks the corridors quickly in search of the lift.
Back on the ground floor, he’s on his way to find out if there are more duties to be done but he stops for a moment before the door of the dining room. The woman in the red blouse is sitting at a table in the furthest corner. She peacefully waits to be served, without a shadow of impatience. Her body is a red form that livens up the room. She looks at nothing, absorbed in her thoughts, and the bellboy admires her simple beauty, nothing to do with the superficiality of the makeup that the rest of the women in the room wear. In the midst of their loud conversations, the woman in the red blouse possesses an aura that leaves her uncontaminated, serene. The bellboy begins to imagine all kinds of wild ideas, such as making up an excuse so he can talk to her or go over to reception to find out which is her room. These plans quickly vanish, though. A slim man with moustache walks past him and into the dining room calling “Marthe!” The woman in the red blouse looks up and greets her husband with a smile before he takes a seat beside her.
This private defeat makes the bellboy weary and tired again, and he decides the best he can do is rest another while, now that most people are in the dining room or have gone out for dinner elsewhere. He finds his couch and collapses into it again. Safe from guests and bosses, he begins to think of all the people he has met during the afternoon. He is taken by surprise, though, when a man in a suit appears. He walks very slowly and stops to look at every one of the paintings hanging on the walls. He caresses his chin as his nose approaches a gloomy portrait of the founder of the hotel.
“A portrait is a great way of getting to know two people at once, don’t you think?"
“Are you talking to me?” asks the bellboy with surprise.
Two minutes later he’s on his feet again and on his way to reception. There he is told that the gentleman in room 135 wants dinner taken up to his room. In the kitchen, while the chef prepares the dish, the bellboy spies the dining room through a small window. The tables are taken by well-dressed guests: families from the city who are on holiday in the countryside and businessmen who have been invited to hunt in the morning in the nearby forest and who will be served cigars after dessert. Just as the cook tells him the dish is ready, the bellboy sees a distracted woman wearing a red blouse enter the dining room.
Waiting for the lift is always more tiresome when one is holding something in his hand. Suitcases can be left on the floor, but not this tray on which there is a stew and a thick-glassed bottle of wine. The lift arrives and Pierre retires the wrought-iron gate from the inside. They both smile. They’ll be able to have a short chat that will relieve the routine of work. But just as Pierre is about to close, they hear a shout commanding them to wait. A man enters the cabin and both of them are left gobsmacked. A peculiar black hat crowns a monstrous face: large shadows cover parts of the pale skin, the jaw is completely dislocated and the dilated eyes look more like deep holes. Pierre puts the lift in motion. Because all the man’s clothes are black, one cannot tell if he is wearing a suit or a long tunic. In spite of this ghostly appearance, though, the man’s profile looks distinguished on the lift’s brown walls. The bellboy realises the man carries a book under his arm which might reveal something about his extravagance. The book is large and has blue covers. The bellboy reads the title and remains perplex: La question de l’art espagnol.
Two floors later he abandons the lift, leaving the gentleman and Pierre behind, the latter with a face of panic. He arrives at room 135 and knocks on the door. No answer. “Monsieur Fleuret, I’ve brought your dinner,” he says while he knocks again. Still no answer. He tries the doorknob and finds the room is not locked. He enters quietly and finds a young man reading a book at the writing desk. The bellboy, waiting for a greeting, stays still, but the young man, who is dressed in an elegant dark suit and has just washed judging by the smell coming from the bathroom, remains reading silently. The bellboy approaches calmly while he clears his throat and makes another series of unnecessary noises in order to call the attention of the guest. The young man is still absorbed by his book despite the bellboy being less than two metres away. He leaves the tray on a small table and begins to retreat. He raises his head and is shocked to find the young man observing him intently. The bellboy gasps and tries to smile. He makes a nervous remark about the comical situation, but the young man just looks at him silently with an inscrutable gesture. He remains sitting, but he now rests his arms on his thighs, the book in his hands. Without further comments, the bellboy reaches for the door. Before closing it, he can still see the young man’s fixed gaze. He walks the corridors quickly in search of the lift.
Back on the ground floor, he’s on his way to find out if there are more duties to be done but he stops for a moment before the door of the dining room. The woman in the red blouse is sitting at a table in the furthest corner. She peacefully waits to be served, without a shadow of impatience. Her body is a red form that livens up the room. She looks at nothing, absorbed in her thoughts, and the bellboy admires her simple beauty, nothing to do with the superficiality of the makeup that the rest of the women in the room wear. In the midst of their loud conversations, the woman in the red blouse possesses an aura that leaves her uncontaminated, serene. The bellboy begins to imagine all kinds of wild ideas, such as making up an excuse so he can talk to her or go over to reception to find out which is her room. These plans quickly vanish, though. A slim man with moustache walks past him and into the dining room calling “Marthe!” The woman in the red blouse looks up and greets her husband with a smile before he takes a seat beside her.
This private defeat makes the bellboy weary and tired again, and he decides the best he can do is rest another while, now that most people are in the dining room or have gone out for dinner elsewhere. He finds his couch and collapses into it again. Safe from guests and bosses, he begins to think of all the people he has met during the afternoon. He is taken by surprise, though, when a man in a suit appears. He walks very slowly and stops to look at every one of the paintings hanging on the walls. He caresses his chin as his nose approaches a gloomy portrait of the founder of the hotel.
“A portrait is a great way of getting to know two people at once, don’t you think?"
“Are you talking to me?” asks the bellboy with surprise.
“Yes, of course. Now, look at this one,”
he says with his attention still fixed on the painting. “It’s just as important
to know the name of the protagonist as it is to know the one of the painter. It’s
what I always say: in a portrait we don’t just see the person that is there,
but also the author. I know because I’m an artist, you see. The same happens in
literature. How can a writer describe his characters without projecting a part
of his personality on them? It’s all a question of psychology. Have you read
Freud?"
Overwhelmed by such talkativeness, the bellboy doesn’t know what to say in order to put an end to the interrogation. The artist turns around and smiles.
“Say, you have a very interesting pose on that couch. Do you mind if I do a portrait of you?"
The bellboy sighs with astonishment and annoyance.
“Sure, go ahead, go ahead.”
Overwhelmed by such talkativeness, the bellboy doesn’t know what to say in order to put an end to the interrogation. The artist turns around and smiles.
“Say, you have a very interesting pose on that couch. Do you mind if I do a portrait of you?"
The bellboy sighs with astonishment and annoyance.
“Sure, go ahead, go ahead.”
Portraits. Masterpieces from the Centre Pompidou. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Until 6th January 2013.
encantadora introspección... tendrías que hacer un corto con este material
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