Una mirada penetrante preside el salón. Numerosos
dibujos pueblan las paredes pero la ausencia de cartelas desconcierta. Sobre la
majestuosa mesa de madera descansan dos catálogos abiertos por la mitad: una
invitación que por algún motivo parece tramposa. Hay demasiado silencio. En una
vitrina, más catálogos. Y fotocopias en blanco y negro de más catálogos. Tengo
la sensación de estar interrumpiendo algo. No sé si sigo en la exposición o si
me he introducido sin querer y sin permiso en la sala de estar de un fervoroso
coleccionista del artista que me sigue observando desde el marco de su
autorretrato. El artista en cuestión es José Gutiérrez Solana.
Mi
irracional devoción por este pintor se ha visto siempre teñida de una
inevitable intimidación, nunca plenamente entendida. Recuerdo cómo de niño mi
padre me llamó la atención por primera vez sobre el artista. Sin ser explícito,
el tono de su voz delataba una profunda admiración, y quizá de ahí venga todo.
Acaso fue la primera vez que comprendí que algo tan tenebroso como un
prototípico cuadro de Solana podía ser algo digno de aprecio estético. La
imagen algo nebulosa y mítica de Solana que quedó en mi recuerdo se vio sin
duda favorecida por el hecho de que es difícil ver cuadros suyos en colecciones
públicas. Y aunque con el paso de los años y los estudios he comprendido que la
calidad de su pintura reside en más sitios aparte de la impactante primera
impresión, creo que esa mitificación infantil no se irá jamás del todo.
Quizá nunca
he podido enfrentarme a José Gutiérrez Solana como ahora, solo y en salas
sepulcrales como las de la galería Leandro Navarro, siempre tan silenciosas por
la moqueta que cubre el suelo. Por solo que se esté en la sala de un museo, uno
siempre tiene la impresión de estar en un lugar irremediablemente público. Lo
bueno de las galerías es que muchas son de dimensiones domésticas, lo cual le
viene al pelo a una exposición como esta, titulada “Solana íntimo”. Tan íntimo
como que encontramos fragmentos de la vida cotidiana del artista. En la primera
sala, a pesar de tener en frente un gran dibujo de figuras de carnaval, hay
otra cosa que me llama más la atención. En mitad de la sala hay una vitrina de
tamaño considerable que contiene un pequeño grupo escultórico en estuco de un
cazador con escopeta en mano, su perro y un conejo que trata de esconderse como
puede bajo un pequeño arbusto. Mi sorpresa se disipa parcialmente al leer la
cartela, donde reza que esta pieza perteneció a Solana. No es el único objeto suyo
que se muestra. Además de otro peculiar objeto decorativo que aparece en el
cuadro El viejo armador (no expuesto
aquí, pero del que se ofrece una reproducción), me impresiona especialmente una
pequeña talla de un Cristo parecida a las que pueblan algunos de sus bodegones.
Para rematar, una serie de artículos de escritorio utilizados por el artista. Sin
darme cuenta, mi visita a la exposición se ha convertido en un pequeño
peregrinaje.
Supongo que
el hecho de incluir estos objetos junto a cuadros y dibujos estará hecho con
toda la intención. Desde luego es un gran acierto. Pero no sé si me ayudan a desentrañar
la figura de este pintor que para mí sigue envuelto en un aura de misterio.
Descubrir que estos objetos extraños, como una talla precolombina de un pato,
lo acompañaban en su día a día solamente hacen que su personalidad sea más
impenetrable para mí. Casi que me consuela encontrar al Solana temido pero
conocido, el de los cuadros lúgubres y atrayentes. Qué mejor momento que este,
a solas, en silencio, para tratar de hacerme definitivamente con Solana, de
dominarlo y encasillarlo para poder escribir sobre él con mayor comodidad.
Pero hay algo
que sigue sin cuadrarme. Ahora que compruebo que muchas de las cosas que
pintaba no eran producto de un atrezzo
fantasioso, sino que las tenía en su casa, me es más difícil hacer encajar sus
temas con su manera de pintar. Estoy seguro de que más de un surrealista podría
haber asumido muchos de los temas de Solana, titulándolos previamente de forma convenientemente
surrealista. Muchas de las escenas del madrileño parecen decir más de lo que
aparentan, y sin embargo llevan títulos meramente descriptivos, tanto como su
estética. Veo la obra Procesión de la
Dolorosa y recuerdo lo que nos decía el profesor que nos explicó Solana en
la facultad. Decía que en los cuadros en que aparecen representaciones de
personas reales junto a maniquíes o, como en este caso, esculturas de figuras
religiosas, es difícil saber cuáles son los vivos y cuáles los inanimados. Y es
porque trata todo lo que pinta de la misma manera desapasionada, casi
quirúrgica. Quizá estos temas resultan tanto más misteriosos precisamente porque
Solana no les saca más punta. El resorte perezoso que nos hace clasificar de
inmediato a Solana como un “realista” choca con los hechos cuando uno se
detiene un rato a observar sus imágenes. A diferencia de la mayoría de
exposiciones que visito, salgo de esta de Solana sin la verdadera convicción de
que haya llegado a entender al artista siquiera un poco mejor.
Sin duda la
intimidación a la que me refería al principio del texto se debe a que soy
incapaz de comprender a Solana, algo que de momento no han podido remediar los
distintos textos biográficos que he leído sobre él. Como último recurso siempre
me quedará leerlo a él directamente, a través esa edición de su España Negra
que le regalé a mi padre hace unos años en agradecimiento por haberme
introducido al artista. Pero temo pensar que quizá ni siquiera por esas, acaso
porque estoy condenado a que siempre pese demasiado ese primer deslumbramiento
de la infancia.
Solana íntimo. Galería Leandro Navarro. Amor de Dios, 1. Madrid. Hasta el 11 de mayo.
Autorretrato, 1917-1920 |
Alone with Solana
A pair of
penetrating eyes watch over the room. Many pictures fill the walls, but the
absence of labels is disconcerting. On a majestic table lay a pair of open
catalogues: an invitation which seems somehow deceitful. There’s too much
silence. Inside a showcase, more catalogues. And photocopies in black and white
of more catalogues. I’ve got the feeling I’ve interrupted something. I’m not
sure if I’m still at the exhibition or if I’ve entered, unknowingly and without
permission, the living room of an obsessive collector of the artist that is
still watching me from the frame of his self-portrait. The artist in question
is José Gutiérrez Solana.
My irrational devotion to this painter has
always gone hand in hand with certain intimidation, which I’ve never fully
understood. I remember how, as a child, my dad drew my attention upon this
artist. Though not explicitly, the tone of his voice indicated profound
admiration, and maybe that’s where it all comes from. That might well have been
the first time I understood that something as dark as a typical Solana could be worthy of aesthetic appreciation.
The blurry and faintly mythical image I had of Solana that remained in my
memory was no doubt encouraged by the fact that it’s very difficult to see his
work in public collections. And even though the pass of time and studies has
made me see there’s more to his painting than just that first striking impression,
I think my childish myth will never fully disappear.
Perhaps I’ve never been able to confront
José Gutiérrez Solana as I can now, alone and in this gallery’s sepulchral
rooms, always so silent because of the carpet on the floor. No matter how alone
one finds him or herself in a museum, one always has the feeling of being in a
public space. The good thing about galleries is that many of them have
house-like dimensions, a very fitting condition for this particular exhibition,
titled ‘Intimate Solana’. So intimate that we even find fragments of the
artist’s life. In the first room, despite having a great Solana carnival scene
before me, there’s something else that demands my attention. In the middle of
the room, a large showcase contains a medium-size sculpture of a hunter with a
shotgun in his hands, along with his hound and a rabbit that tries to hide
under a bush. My surprise half disappears after reading the label, which
informs me that this sculpture used to belong to Solana. It’s not the only
belonging of his shown here. Apart from another peculiar decorative object that
appears in the painting El Viejo Armador
(The Old Shipowner, not shown here,
but of which there is an illustration), I’m impressed by a small Christ that
looks a lot like the ones that appear in some of his still lifes. To top it all
off, a series of desktop utensils used by the artist. Without realising, my
visit had turned into a small pilgrimage.
I suppose that including these objects
along with the paintings and drawings has been done with full intention. It is,
no doubt, a good decision. But I’m not sure if they help me understand this
painter, who for me is still surrounded by a mysterious aura. To discover that
these strange objects, such as a pre-Columbian figure of a duck, lived with him
at home only make his personality more impenetrable for me. I’m almost
comforted when I find the feared but at least known Solana, the one of gloomy
yet alluring paintings. What better time than now, then, alone and in silence,
to finally get a grip on Solana, of classifying him so I can write about him
more comfortably.
But
there’s something that still doesn’t seem to fit. Now that I see that many of
the things he painted were products not of a fantastic atrezzo, but rather everyday things he had at home, I find it more
difficult to relate them to his way of painting. I’m sure that a few
surrealists could have perfectly assumed many of Solana’s themes, titling them in
conveniently surrealist manner. Many of his scenes seem to say more than what
it is explicitly there, but the titles are merely descriptive. I see the
paiting Procesión de la Dolorosa (Procession of the ‘Dolorosa’) and
remember what a professor told us when he explained Solana in class. He said
that in the paintings where real people appear alongside decorative figures or
religious sculptures, it’s difficult to tell the difference between the living and
the dummies. And it’s because Solana treats everything he paints in the same dispassionate,
nearly clinical, way. The reason these scenes appear to be mysterious is
probably because Solana doesn’t put special emphasis on them. The lazy
preconception that makes us automatically classify Solana as a ‘realist’ really
clashes with the facts when we take some time to look at his paintings. As opposed
to the majority of exhibitions I visit, I leave this one without the actual
conviction of having learned anything new about the artist.
No doubt the intimidation I referred to at
the beginning is due to the fact that I am not able to understand Solana completely,
something that the texts I’ve read about him haven’t been able to change. As a
last resort I can always read the things Solana himself wrote, like that
edition of his España Negra (Black Spain) I bought my father a few
years ago as a thank you for having introduced me to the artist. But I think that
maybe not even this will help me, perhaps because I’m condemned to always feel
the weight of the impact of that first childhood memory.
Intimate Solana. Leandro Navarro gallery.
Amor de Dios, 1. Madrid. Until 11th
May.