sábado, 28 de abril de 2012

A solas con Solana

Una mirada penetrante preside el salón. Numerosos dibujos pueblan las paredes pero la ausencia de cartelas desconcierta. Sobre la majestuosa mesa de madera descansan dos catálogos abiertos por la mitad: una invitación que por algún motivo parece tramposa. Hay demasiado silencio. En una vitrina, más catálogos. Y fotocopias en blanco y negro de más catálogos. Tengo la sensación de estar interrumpiendo algo. No sé si sigo en la exposición o si me he introducido sin querer y sin permiso en la sala de estar de un fervoroso coleccionista del artista que me sigue observando desde el marco de su autorretrato. El artista en cuestión es José Gutiérrez Solana.
     Mi irracional devoción por este pintor se ha visto siempre teñida de una inevitable intimidación, nunca plenamente entendida. Recuerdo cómo de niño mi padre me llamó la atención por primera vez sobre el artista. Sin ser explícito, el tono de su voz delataba una profunda admiración, y quizá de ahí venga todo. Acaso fue la primera vez que comprendí que algo tan tenebroso como un prototípico cuadro de Solana podía ser algo digno de aprecio estético. La imagen algo nebulosa y mítica de Solana que quedó en mi recuerdo se vio sin duda favorecida por el hecho de que es difícil ver cuadros suyos en colecciones públicas. Y aunque con el paso de los años y los estudios he comprendido que la calidad de su pintura reside en más sitios aparte de la impactante primera impresión, creo que esa mitificación infantil no se irá jamás del todo.
     Quizá nunca he podido enfrentarme a José Gutiérrez Solana como ahora, solo y en salas sepulcrales como las de la galería Leandro Navarro, siempre tan silenciosas por la moqueta que cubre el suelo. Por solo que se esté en la sala de un museo, uno siempre tiene la impresión de estar en un lugar irremediablemente público. Lo bueno de las galerías es que muchas son de dimensiones domésticas, lo cual le viene al pelo a una exposición como esta, titulada “Solana íntimo”. Tan íntimo como que encontramos fragmentos de la vida cotidiana del artista. En la primera sala, a pesar de tener en frente un gran dibujo de figuras de carnaval, hay otra cosa que me llama más la atención. En mitad de la sala hay una vitrina de tamaño considerable que contiene un pequeño grupo escultórico en estuco de un cazador con escopeta en mano, su perro y un conejo que trata de esconderse como puede bajo un pequeño arbusto. Mi sorpresa se disipa parcialmente al leer la cartela, donde reza que esta pieza perteneció a Solana. No es el único objeto suyo que se muestra. Además de otro peculiar objeto decorativo que aparece en el cuadro El viejo armador (no expuesto aquí, pero del que se ofrece una reproducción), me impresiona especialmente una pequeña talla de un Cristo parecida a las que pueblan algunos de sus bodegones. Para rematar, una serie de artículos de escritorio utilizados por el artista. Sin darme cuenta, mi visita a la exposición se ha convertido en un pequeño peregrinaje.
     Supongo que el hecho de incluir estos objetos junto a cuadros y dibujos estará hecho con toda la intención. Desde luego es un gran acierto. Pero no sé si me ayudan a desentrañar la figura de este pintor que para mí sigue envuelto en un aura de misterio. Descubrir que estos objetos extraños, como una talla precolombina de un pato, lo acompañaban en su día a día solamente hacen que su personalidad sea más impenetrable para mí. Casi que me consuela encontrar al Solana temido pero conocido, el de los cuadros lúgubres y atrayentes. Qué mejor momento que este, a solas, en silencio, para tratar de hacerme definitivamente con Solana, de dominarlo y encasillarlo para poder escribir sobre él con mayor comodidad.
     Pero hay algo que sigue sin cuadrarme. Ahora que compruebo que muchas de las cosas que pintaba no eran producto de un atrezzo fantasioso, sino que las tenía en su casa, me es más difícil hacer encajar sus temas con su manera de pintar. Estoy seguro de que más de un surrealista podría haber asumido muchos de los temas de Solana, titulándolos previamente de forma convenientemente surrealista. Muchas de las escenas del madrileño parecen decir más de lo que aparentan, y sin embargo llevan títulos meramente descriptivos, tanto como su estética. Veo la obra Procesión de la Dolorosa y recuerdo lo que nos decía el profesor que nos explicó Solana en la facultad. Decía que en los cuadros en que aparecen representaciones de personas reales junto a maniquíes o, como en este caso, esculturas de figuras religiosas, es difícil saber cuáles son los vivos y cuáles los inanimados. Y es porque trata todo lo que pinta de la misma manera desapasionada, casi quirúrgica. Quizá estos temas resultan tanto más misteriosos precisamente porque Solana no les saca más punta. El resorte perezoso que nos hace clasificar de inmediato a Solana como un “realista” choca con los hechos cuando uno se detiene un rato a observar sus imágenes. A diferencia de la mayoría de exposiciones que visito, salgo de esta de Solana sin la verdadera convicción de que haya llegado a entender al artista siquiera un poco mejor.
     Sin duda la intimidación a la que me refería al principio del texto se debe a que soy incapaz de comprender a Solana, algo que de momento no han podido remediar los distintos textos biográficos que he leído sobre él. Como último recurso siempre me quedará leerlo a él directamente, a través esa edición de su España Negra que le regalé a mi padre hace unos años en agradecimiento por haberme introducido al artista. Pero temo pensar que quizá ni siquiera por esas, acaso porque estoy condenado a que siempre pese demasiado ese primer deslumbramiento de la infancia.

Solana íntimo. Galería Leandro Navarro. Amor de Dios, 1. Madrid. Hasta el 11 de mayo.

 
Autorretrato, 1917-1920

Alone with Solana

A pair of penetrating eyes watch over the room. Many pictures fill the walls, but the absence of labels is disconcerting. On a majestic table lay a pair of open catalogues: an invitation which seems somehow deceitful. There’s too much silence. Inside a showcase, more catalogues. And photocopies in black and white of more catalogues. I’ve got the feeling I’ve interrupted something. I’m not sure if I’m still at the exhibition or if I’ve entered, unknowingly and without permission, the living room of an obsessive collector of the artist that is still watching me from the frame of his self-portrait. The artist in question is José Gutiérrez Solana.
     My irrational devotion to this painter has always gone hand in hand with certain intimidation, which I’ve never fully understood. I remember how, as a child, my dad drew my attention upon this artist. Though not explicitly, the tone of his voice indicated profound admiration, and maybe that’s where it all comes from. That might well have been the first time I understood that something as dark as a typical Solana could be worthy of aesthetic appreciation. The blurry and faintly mythical image I had of Solana that remained in my memory was no doubt encouraged by the fact that it’s very difficult to see his work in public collections. And even though the pass of time and studies has made me see there’s more to his painting than just that first striking impression, I think my childish myth will never fully disappear.
     Perhaps I’ve never been able to confront José Gutiérrez Solana as I can now, alone and in this gallery’s sepulchral rooms, always so silent because of the carpet on the floor. No matter how alone one finds him or herself in a museum, one always has the feeling of being in a public space. The good thing about galleries is that many of them have house-like dimensions, a very fitting condition for this particular exhibition, titled ‘Intimate Solana’. So intimate that we even find fragments of the artist’s life. In the first room, despite having a great Solana carnival scene before me, there’s something else that demands my attention. In the middle of the room, a large showcase contains a medium-size sculpture of a hunter with a shotgun in his hands, along with his hound and a rabbit that tries to hide under a bush. My surprise half disappears after reading the label, which informs me that this sculpture used to belong to Solana. It’s not the only belonging of his shown here. Apart from another peculiar decorative object that appears in the painting El Viejo Armador (The Old Shipowner, not shown here, but of which there is an illustration), I’m impressed by a small Christ that looks a lot like the ones that appear in some of his still lifes. To top it all off, a series of desktop utensils used by the artist. Without realising, my visit had turned into a small pilgrimage.
     I suppose that including these objects along with the paintings and drawings has been done with full intention. It is, no doubt, a good decision. But I’m not sure if they help me understand this painter, who for me is still surrounded by a mysterious aura. To discover that these strange objects, such as a pre-Columbian figure of a duck, lived with him at home only make his personality more impenetrable for me. I’m almost comforted when I find the feared but at least known Solana, the one of gloomy yet alluring paintings. What better time than now, then, alone and in silence, to finally get a grip on Solana, of classifying him so I can write about him more comfortably.
     But there’s something that still doesn’t seem to fit. Now that I see that many of the things he painted were products not of a fantastic atrezzo, but rather everyday things he had at home, I find it more difficult to relate them to his way of painting. I’m sure that a few surrealists could have perfectly assumed many of Solana’s themes, titling them in conveniently surrealist manner. Many of his scenes seem to say more than what it is explicitly there, but the titles are merely descriptive. I see the paiting Procesión de la Dolorosa (Procession of the ‘Dolorosa’) and remember what a professor told us when he explained Solana in class. He said that in the paintings where real people appear alongside decorative figures or religious sculptures, it’s difficult to tell the difference between the living and the dummies. And it’s because Solana treats everything he paints in the same dispassionate, nearly clinical, way. The reason these scenes appear to be mysterious is probably because Solana doesn’t put special emphasis on them. The lazy preconception that makes us automatically classify Solana as a ‘realist’ really clashes with the facts when we take some time to look at his paintings. As opposed to the majority of exhibitions I visit, I leave this one without the actual conviction of having learned anything new about the artist.
     No doubt the intimidation I referred to at the beginning is due to the fact that I am not able to understand Solana completely, something that the texts I’ve read about him haven’t been able to change. As a last resort I can always read the things Solana himself wrote, like that edition of his España Negra (Black Spain) I bought my father a few years ago as a thank you for having introduced me to the artist. But I think that maybe not even this will help me, perhaps because I’m condemned to always feel the weight of the impact of that first childhood memory.

Intimate Solana. Leandro Navarro gallery. Amor de Dios, 1. Madrid. Until 11th May.