Cartel publicitario de L. Moholy-Nagy, 1932 |
No es raro que una persona “de letras” se haya sentido alguna vez menospreciada ante la condescendencia o el desprecio de algunos estudiantes de carreras serias. Algunas veces esto está justificado y da lugar a brillantes defensas de las humanidades; otras, no es más que puro victimismo. Puede sorprender que estas pequeñas disputas se den a veces, incluso, entre las propias disciplinas humanísticas, donde, a parecer de algunos, unas son más serias que otras. Uno de mis profesores de arte medieval nos contaba cómo se sentía ofendido al comprobar que algunos de sus compañeros de la licenciatura de Historia veían en la historia del arte nada más que un bonito depositario de imágenes para ilustrar sus eminentes ensayos. En su reivindicación –esta sí, seria– el profesor defendió por qué la historia del arte es mucho más que un espejo de la historia; cómo el arte mismo puede ser historia y no la mera ilustración de ella allí donde escasean los documentos de la época. Nos demostró, por ejemplo, cómo una sumaria comparación entre el alcázar de Sevilla y la arquitectura andalusí explica por sí sola la génesis del Estado moderno de manera más elocuente que las palabras de un experto en la materia.
Me acordaba de esto tras mi visita a una exposición dedicada al fenómeno del fotomontaje en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, donde me había desplazado, en principio, para reencontrarme con esa inverosímil colección que crearon Fernando Zóbel y Gustavo Torner, entre otros, a mediados de los años 60. La exposición, que comienza con el origen del fotomontaje, es decir, el collage, se centra en varios ámbitos para los cuales esta técnica fue fundamental durante los años 20 y 30 del pasado siglo, como las revistas, el cine o la publicidad.
A diferencia de la mayoría de exposiciones, el visitante se encuentra no solamente rodeado por obras de arte sino plenamente inmerso en la vida real de la época. Pocas cosas hay –o hubo– más populares que las novelas por entregas: en una vitrina podemos observar diversos números de Mess-Mend, obra de la escritora soviética Marietta Shaginyan, ilustrados nada menos que por Aleksandr Rodchenko. Desde luego que antes de la década de 1920 existían ediciones literarias que cuidaban su diseño, pero hay una diferencia significativa: nunca antes una cantidad tan estimable de productos dirigidos a las masas habían contado con semejante talla y rigor estéticos.
Por no hablar de la publicidad. Cierto que esto había comenzado ya a finales del siglo XIX, con ejemplos tan notorios como Toulouse-Lautrec o, en nuestro propio país, Ramón Casas. Lo que sorprende a partir de los años 20 es ver cómo crece exponencialmente el número de artistas de primer nivel que ponen sus esfuerzos en ello. Eso y la gran modernidad de sus propuestas, debido a que muchos de ellos eran las cabezas visibles de los movimientos de vanguardia que poblaban Europa. A la cabeza de este encuentro entre el “gran” arte y las “artes aplicadas” estuvo el fotomontaje, que, en palabras de una de sus mayores representantes, Hannah Höch, había conquistado por completo ámbitos como el de la publicidad.
J. Heartfield, El significado del saludo hitleriano, 1932 |
Muchas veces el fotomontaje se enfrentaba no sólo a exigencias estéticas sino también de contenido, y no hablo sólo de publicidad. Hacia la mitad de la exposición se encuentra una sección dedicada a la propaganda política. Cambia el contenido, pero no especialmente la estética. Arte de vanguardia, pues, al servicio de la política. ¿O es al revés? Retomo aquí el tema al que me refería al comienzo del texto. En el caso que nos ocupa, sería injusto hablar de estos carteles –arte, queramos o no– como meras ilustraciones de la política de la época. Buena parte de la historia de los totalitarismos europeos de entreguerras sería inexplicable sin hablar del papel que jugó la propaganda, la cual se sirvió en gran medida de las aportaciones estéticas del collage y el fotomontaje. Ningún déspota en la historia había tenido jamás a su alcance tanto poder de adoctrinamiento como el que ofrecía la propaganda moderna. Los mismos recursos que las vanguardias habían inventado con fines estéticos y expresivos fueron utilizados por los regímenes totalitarios como un arma tremendamente efectiva.
Milan Schawinsky, Si, 1934 |
El de la propaganda es un caso de amoldamiento mutuo: el arte se adaptó al contenido de la política y ésta a las formas del arte. Puede parecer una exageración darle tanta importancia al fenómeno de la propaganda, pero a veces un detalle vale más que toda una argumentación. La mejor y más elocuente prueba de esto que digo es la rúbrica que aparece en algunos de estos carteles, incluso los de países democráticos como la República española: “Ministerio de Propaganda”. ¿Imagina alguien que en la Europa de hoy pudieran existir ministerios similares? Por lo general, las formas de gobierno son caducas, pero no así las del arte: a diferencia de la política de entonces, que nunca debió serlo, el fotomontaje sigue siendo hoy perfectamente válido.
Fotomontaje de entreguerras (1918-1939). Museo de Arte Abstracto Español. Casas Colgadas, Cuenca. Hasta el 27 de mayo.
History’s reflection (and vice versa)
It’s not strange for a student of humanities to have felt, at some time or another, underestimated by the condescendence or despise of students of “serious” degrees. Sometimes this feeling is justified, and leads to a brilliant speeches in favour of humanities; others, it’s just a case of playing the victim. It can be surprising to find that these little disputes sometimes even occur between different humanistic specialities. According to some, there are some areas which are more serious than others. One of my Medieval art teachers admitted he was offended by the attitude of some of his colleagues from the History department towards art history, in which they saw little more than a pretty deposit of pictures from which to pick out the ones to illustrate their eminent essays. My teacher argued how art history is much more than history’s reflection; how art itself can be history, and not just an illustration of it, when historical documents fail to appear. He demonstrated how a brief comparison between Seville’s Alcázar and Islamic architecture explains the birth of the modern State in a much clearer way than the words of an expert on the subject.
I was reminded this after my visit to an exhibition dedicated to the phenomenon of photomontage at the Museum of Spanish Abstract Art in Cuenca, where I had initially travelled to revisit that unbelievable collection thought out by Fernand Zóbel and Gustavo Torner, amongst others, in the mid 60’s. The exhibition, which begins with the origins of photomontage, this is, collage, focuses on various areas for which this technique was fundamental during the 1920’s and 30’s, such as magazines, cinema or advertising.
As opposed to many exhibitions, the visitor will find him or herself not only surrounded by works of art but also fully immersed in the daily life of the period. Fewer things are –or, rather, were– more popular than feuilletons: one of the showcases presents us with various instalments of Mess-Mend, a novel by the soviet writer Marietta Shaginyan, illustrated by Aleksandr Rodchenko, no less. There were, of course, publications that took good design into account before 1920, but there is one significant difference: never before had so many products for the masses had such aesthetic height and rigour.
In the world of advertising, this goes without saying. It’s true that this had begun at the end of the 19th century, with examples as notorious as Toulouse-Lautrec or, in Spain, Ramón Casas. What surprises us is the ever-growing number of first-rate artists that, from the 1920’s onwards, put their talent at its service. Similarly shocking is the great modernity of their designs, due to the fact that many of these artists were leading figures of Europe’s different avant-gardes. Photomontage was at the forefront of this meeting of “great” art and “applied arts”. According to one of its most prominent figures, Hannah Höch, the technique had totally conquered areas such as publicity.
Little by little, one begins to realise that photomontage was one of the 20th century’s most important artistic achievements. Despite the fact that there had been experiments in the previous century, it didn’t become a truly feasible artistic expression until the intervention of, who else, Picasso. Although its origin lay in collage or, more precisely, photocollage, the new technique soon acquired autonomy. ‘Photomontage [...] like all great art, has given itself its own configurative laws,’ said El Lissitzky in 1927. It was possibly the first artistic expression that, in the hands of great artists, was not ashamed to have industrial mass production as a central part of its DNA. And we still live off much of its greatly original aesthetic. Or have film posters really changed that much since the days of Battleship Potemkin?
Many times, photomontage was confronted not only with aesthetic problems, but also of content, and I’m referring not only to publicity. Towards the middle of the exhibition, we find a section dedicated to political propaganda. The contents change, but not the presentation. We’re talking about avant-garde art, then, at the service of politics. Or is it the other way around? I return to what I mentioned at the beginning of this text. In this case, it would be unfair to treat these posters –art, whether we like it or not– as mere illustrations of the politics of the time. A significant part of the history of European interwar totalitarianisms would be inexplicable without mentioning the role played by propaganda, which, in great measure, drew upon the achievements of collage and photomontage. No despot in history had ever found at his disposal the indoctrination potential offered by modern propaganda. The same resources the avant-gardes had invented for aesthetic and expressive purposes were used by the totalitarian regimes as tremendously effective weapons.
Alongside a red poster listing Lenin’s miracles, my attention is drawn towards another one which occupied by Benito Mussolini. It informs of the overwhelming ‘yes’ in the referendum organized by the National Fascist Party in 1934. The thing that most surprises me is that the dictator’s body is formed by masses of people, the same masses that, according to the poster, approve the leader’s absolute power. There are other examples that, instead of resorting to fear, seek our compassion, such as that chilling poster that uses the image of a dead child to denounce the devastating effect of fascist aviation on Madrid. Others turn to humour in order to fight official propaganda, like the witty and deeply critical photomontages of John Heartfield.
Propaganda is a case of mutual adaptation: art adopted politics’ contents, and politics adopted art’s forms. It may seem exaggerated to give such importance to the phenomenon of propaganda, but sometimes a small detail can clarify things much more than a sum of arguments. The best and most eloquent example of this I’m saying is the rubric of some of these posters, even the ones of democratic countries like the Spanish Republic: ‘Ministry of Propaganda.’ Can somebody imagine the existence of such ministries in today’s Europe? In general, forms of government can expire, but rarely those of art: as opposed to the politics of the day, which should never have been so, photomontage is perfectly valid today.
Photomontage Between the Wars (1918-1939). Museo de Arte Abstracto Español. Hanging Houses, Cuenca. Until 27th May.
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