Mi reencuentro con Londres, que tantas veces visité durante mi infancia, no ha sido tal cual lo esperaba. Tampoco es algo que deba sorprenderme. Estoy aún por conocer a alguien cuyos reencuentros con lugares queridos cumplan las expectativas previas. En cierta medida, el viaje ha sido una forma de redescubrir la ciudad. No ha cambiado tanto, y sin embargo no podía reprimir una leve decepción por no entusiasmarme de la misma manera que lo hacía a los ocho años. Acaso porque lo que verdaderamente añora uno no son tanto los lugares concretos en los que su infancia se desarrolló, sino la infancia misma.
Una diferencia significativa entre aquel niño y el veinteañero de hoy es que ahora me interesan las exposiciones de arte, y si uno viaja a Londres en estas fechas puede encontrarse verdaderamente desbordado por la cantidad de propuestas interesantes. En estos casos, los precios elevados de las exposiciones (en comparación con Madrid) pueden ser una gran ayuda. A mí me sirvió para hacer una discriminación racional de lo que podía ver en los tres días que tenía. La cuestión era elegir poco pero bueno. La excitante expectativa de enfrentarme con un gran arte que sólo conocía a través de fotografías se parecía mucho al entusiasmo con el que trataba de reconocer el Londres de la infancia.
Retratos. Las dos grandes exposiciones que hay ahora mismo en Londres, al menos en términos publicitarios, son las de Damien Hirst y Lucian Freud. Mentiría si dijera que me fue difícil elegir. La única desventaja de la exposición de la National Portrait Gallery con respecto a la Tate Modern, supongo, es la estrechez de las salas. Pero eran más mis deseos de ver en directo los retratos de Freud que las ganas de quejarme. En el artículo que le dedicó al artista tras su muerte el año pasado, Francisco Calvo Serraller incide mucho en el origen germánico de Freud. La verdad es que adquiere mucho sentido cuando uno contempla sus cuadros de los años 40, donde es fácil ver huellas de la Nueva Objetividad alemana en la precisión de la línea. La segunda sala de la exposición sirve de nexo entre esa primera dureza de los rasgos y la posterior flacidez carnal. Para mí, el punto de inflexión es un autorretrato de 1961, no tanto por la crudeza que caracteriza su obra madura sino por el hecho de que está hecho exclusivamente con el color y el trazo del pincel. A partir de este punto, sólo queda disfrutar de una verdadera lección de pintura a través de una larga sucesión de personajes, siempre distintos, siempre freudianos.
El comisario silencioso. La Galería Courtauld presume de ser uno de los mejores museos pequeños del mundo. Aseguro que no es un farol. Aunque luego acabé deambulando entre su impresionante colección, había acudido para ver una exposición dedicada a Piet Mondrian y el británico Ben Nicholson, entre quienes hubo una estrecha relación artística en los años 30, culminando con el traslado de Mondrian a Londres en 1938. La exposición era excelente no solamente por ser la primera en tratar la relación entre estos dos artistas, sino, entre otras cosas, por sus dimensiones. A veces se confunde la calidad y rigor con el tamaño, sin caer en la cuenta de que una exposición de quince salas puede llegar a cansar, por muy buenas que sean las obras – o quizá precisamente por ello, porque el cuerpo humano tiene un límite de aguante frente a la estimulación estética; una vez sobrepasado, llega la indiferencia. El tamaño y el montaje mismo de la exposición de la Courtauld, sin aspavientos, sin largos textos, invitaban a quedarse quizá incluso más tiempo del necesario, dedicando una atención que normalmente no se presta a las vitrinas, donde se podía ver correspondencia entre Mondrian y Nicholson, fotografías de época o catálogos de exposiciones en las que participaron los dos. Si a todo esto le sumamos que la exposición me ha permitido ver en directo la obra de uno de los artistas que siempre he debido admirar desde la distancia y descubrir a uno de sus más audaces y originales seguidores, creo que queda todo dicho.
Una última sorpresa. El último día de un viaje siempre es algo raro porque, por lo general, se debe planificar la mitad de un día en vez de uno entero. Ante la falta de cosas que hacer y el aviso de lluvia, decidí pasar la hora y media antes de comer en la National Gallery, de acceso gratuito. Para aprovechar mi tiempo allí, pensé, un poco al azar, en un puñado de artistas y obras que me resultarían difíciles de volver a ver fuera de Londres. Pensé en la Venus de Velázquez, en Constable y en Turner. Tomé un plano del edificio y me dirigí primero hacia las salas de pintura británica. Pero los mejores museos siempre deparan sorpresas. Al atravesar una de las salas me dio por espiar la sala contigua, que podía vislumbrarse a través de una puerta de cristal. Desde la distancia me asaltó el monumental Baño en Asnières de Seurat. Ante él, me vinieron las explicaciones de las clases de Calvo Serraller en torno a esta obra, como que la validez del calificativo “neoimpresionista”, que muchas veces se aplica a la pintura de Seurat, es bastante discutible. Cara a cara con la obra, la teoría adquiere sentido pleno. Si el impresionismo fue, ante todo, un intento de capturar sobre un lienzo el paso fugaz del tiempo a través de la luz, este cuadro de Seurat es todo lo contrario. Prima una sensación de quietud. El agua se mantiene inmóvil a pesar de la actividad que tiene lugar en su superficie. Los personajes parecen detenidos en mitad de sus actos. La figura central, sentada al borde del agua, tiene la presencia de una escultura egipcia o griega arcaica; el chico con gorro rojo, en el agua, parece congelado. Todo está presidido por una calma irreal. Aunque mi recuerdo de la National Gallery es el de cualquier gran museo, con su incesante ajetreo de gente, al ver ahora una reproducción de la obra de Seurat me estoy imaginando la sala completamente quieta, en el mismo estado de ensimismamiento que los protagonistas del cuadro.
Lucian Freud. Retratos. National Portrait Gallery. St. Martin’s Place, Londres. Hasta el 27 de mayo. Mondrian-Nicholson: en paralelo. Courtauld Gallery. Somerset House, Strand Street, Londres. Terminó ayer.
Art in London in May
My return to London, which I so often visited during my childhood, didn’t turn out as I expected. It’s really no big surprise. I’ve yet to meet someone whose returns to cherished places are up to their expectations. In a way, the visit has been a sort of rediscovering of the city. It hasn’t changed all that much, but I couldn’t help feeling slightly disappointed by the fact that I wasn’t as excited as when I was an eight-year-old. Maybe because what one actually misses isn’t as much the exact place where their childhood took place, but rather childhood itself.
A considerable difference between that child and the current young man I am today is that I’m now interested in art exhibitions. If one visits London during these months, he or she may feel spoilt amongst the amount of interesting shows. In cases like these, the expensive prices of the exhibition (in comparison to Madrid) can be of great help. It helped me decide on which things to go and see and which to leave out. The question was to choose few and good. The exciting prospects of encountering great art that I knew only through photographs was very similar to the enthusiasm through which I tried to recognise the London of my childhood.
Portraits. The two important exhibitions in London right now, in terms of advertising at least, are Damien Hirst’s and Lucian Freud’s. I’d be lying if I said it took me time to decide upon which to visit. The only disadvantage of the show at the National Portrait Gallery when compared to the Tate Modern, I suppose, is the small size of some of its rooms. But my interest in seeing Freud’s portraits eye to eye was much greater than my willingness to complain. In the article he dedicates to the artist after his death last year, Francisco Calvo Serraller insists on Freud’s Germanic origins. This is very pertinent when looking at the paintings of the 1940’s, where it’s easy to see the trace of German New Objectivity in the precision of the lines. The exhibition’s second room is a link between that first hardness of the features and the later flaccidity of the flesh. For me, the turning point is a self-portrait from 1961, not so much because of the characteristic rawness of his mature work but because it is done exclusively with colour and brushstrokes. From here on, one can only enjoy this true lesson in the art of painting through a large succession of characters, always different, always Freudian.
The silent curator. The Courtauld Gallery boasts it is one of the best small museums in the world. I can assure it’s no bluff. Although I later ended up strolling amongst its impressive collection, I had come to visit an exhibition dedicated to Piet Mondrian and Ben Nicholson, who had maintained a close artistic relationship in the 1930’s, culminating with Mondrian’s move to London in 1938. The exhibition was excellent not only because it was the first to explore the relationship between the two artists, but also, amongst other things, because of its size. Sometimes people confuse quality and rigour with size, without realising that a fifteen-room exhibit can get to be exhausting, despite how good the works may be – or maybe precisely because of this, because the human body has a limit for aesthetic stimulation; once exceeded, comes indifference. The dimensions and the design of the exhibition, with no texts or extravaganza, invited one to spend maybe even more time than was strictly necessary, dedicating the attention one normally doesn’t give to the showcases, where one could see letters by Mondrian and Nicholson, photographs of the period and catalogues of exhibitions where they had both showed their work. If to all this I add the fact that the exhibit has enabled me to discover the work of an artist who I have always had to admire from a distance and of one of his most audacious and original disciples, I think it’s all pretty much said.
One last surprise. The last day of a trip is always a bit strange, since one usually has to plan out half a day or less instead of a whole one. Finding myself with little to do and with the possibility of rain, I decided to spend the hour and a half before lunch visiting the National Gallery. In order to make the best of my time there, I thought, somewhat randomly, of a few names and works I would have serious difficulties seeing outside London. I thought of Velázquez’s The Toilet of Venus, of Constable and of Turner. Taking a plan of the museum, I headed for the rooms dedicated to British art. But the best museums always hide surprises. Walking through one of the rooms, I spied on the adjacent one, which I could see through a pair of glass doors. From the distance I was assaulted by the monumental Bathers at Asnières by Seurat. Standing before it, I remembered the explanations on this work by Calvo Serraller, such as the name ‘Neo-impressionism’, which is often used for Seurat’s painting, being very debatable. Face to face with the work, the theory became evident. If Impressionism was, above all, an effort to capture the passing of time on a canvas, this painting by Seurat is just the opposite. There’s a general sense of stillness. The water is calm despite the activity taking place on its surface. The people seem to have abruptly stopped what they were doing. The central figure, sitting at the water’s edge, has the imposing presence of an ancient Egyptian or archaic Greek sculpture; the boy in a red hat, in the water, seems frozen. All is dominated by some sort of unreal calmness. Although my memories of the National Gallery are the same as of any large museum, bustling with people, I now look at a photo of Seurat’s painting and try to imagine the room completely still, in the same lost-in-thought state as the people in the painting.
Lucian Freud. Portraits. National Portrait Gallery. St. Martin’s Place, London. Until 27th May. Mondrian-Nicholson: In Parallel. Courtauld Gallery. Somerset House, Strand Street, London. Finished yesterday.