Hace poco hice una escapada a la Mancha, en uno de esos bucólicos éxodos urbanos de fin de semana que caracterizan al verdadero burgués urbanita. Atravesando por carretera los campos de Montiel, divisando a lo lejos los molinos de Campo de Criptana, supongo que era inevitable pensar en el Quijote, tema bien explotado por los ayuntamientos de la zona, como pude comprobar en un documental en que varios municipios pugnaban por ser el lugar de la Mancha. Un hombre dedicado durante años a estudiar todos y cada uno de los movimientos de don Quijote llegaba a afirmar que si hoy reviviera Cervantes y dijera que el lugar de la Mancha no era el que él afirmaba, tendría que decirle, con mucha educación, eso sí, que se equivocaba.
Según uno de estos estudios –el más exhaustivo, al parecer– el lugar en el que pensaba Cervantes era Villanueva de los Infantes, localidad a la que yo me dirigía. En el pueblo hay constantes referencias a la novela, empezando por unas esculturas de don Quijote y Sancho en la plaza mayor. No me parece mal que se recurra a protagonistas de la literatura o el arte como reclamos turísticos. De hecho, creo que en España aún no se sabe sacar todo el provecho a un riquísimo patrimonio cultural, material e inmaterial. Muchos son los casos, sin embargo, en que ese reclamo cultural se limita a la venta de burdos souvenirs.
Desde luego que a uno le interesan los monumentos histórico-artísticos que pueblan los lugares que se visitan, pero no es menos cierto que uno de los grandes placeres de una escapada es echarse a la boca un plato abundante de alguna especialidad culinaria local. En este caso, el estar en la Mancha se juntó con mi añoranza por un buen plato de migas, de modo que antes de salir de casa ya sabía qué le pediría al camarero cuando viniera a tomar nota.
En mi paseo por la calle principal de Villanueva de los Infantes (de nombre Cervantes, como es lógico), andaba atento a la pinta que tenían los restaurantes y a si en ellos podría encontrar el plato deseado. Hubo algo, sin embargo, que me llamó más la atención. En medio de un muro encalado se abría paso una estructura de cristal que marcaba el punto de acceso a un museo. Tras la puerta de vidrio, un cartel leía, “«El Mercado». Museo de Arte Contemporáneo”. Reconozco que pensé en despilfarro de dinero público antes de preguntarme lo que habría en su interior. A juzgar por las políticas de caciques regionales en los últimos tiempos, imaginaba una colección de supuestos maestros locales, en un intento de legitimación del ADN artístico manchego, tal y como se ha venido haciendo a lo largo y ancho de España en un alarde de reduccionismo mezquino.
A pesar de mis temores, me decidí a entrar y tuve que comerme mis palabras cuando me encontré con los llamativos colores de un Miró. Aún más, este cuadro no era una excepción a modo de anzuelo: junto a él colgaban obras de Joaquín Peinado y Francesc Català Roca, entre otros. Un notable elenco nada más empezar. Y la cosa no decayó en absoluto. Todos los representados en la colección –donada por un coleccionista local, Julián Castilla– son artistas muy relevantes del arte español contemporáneo. Como se suele decir, no están todos los que son, pero son todos los que están. Asombra ver la sucesión de nombres: Arroyo, Genovés, Navarro Baldeweg, Pérez Villalta, Plensa, Uslé, Valdés. En lo que se refiere a fotografía, no sé si alguna vez he visto expuestas en las mismas paredes obras de Ouka Leele, García-Alix, Chema Madoz y Cristina García Rodero.
A la salida, no quise reparar demasiado en si la remodelación de aquel antiguo mercado de abastos y su reconversión en museo había sido un acto de filantropía o de oportunismo político. No sabría decirlo porque no dispongo de datos. Lo cierto es que aquel descubrimiento me alegró la mañana. De lo que más me acuerdo es de un precioso cuadro de Juan Genovés, el cual seguía teniendo en mente cuando, horas después, me senté a la mesa y pedí mi plato de migas.
“El Mercado”. Museo de Arte Contemporáneo. Calle Cervantes, 17. Villanueva de los Infantes, Ciudad Real.
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