De vez en cuando está bien escuchar opiniones sobre arte contemporáneo que vengan de fuera del ámbito especializado. Me hubiera gustado viajar a ARCO en taxi, de manera que a lo mejor hubiera surgido una conversación con el taxista al enterarse éste dónde me dirigía. Seguramente, él o ella me hubieran expuesto sus respetuosas reservas hacia el arte actual y yo, en calidad de licenciado en Historia del Arte, hubiera tenido que defender al gremio sin verdaderas ganas ni convencimiento.
Pero lo cierto es que fui a la feria en coche y con una única referencia previa: la del gran reclamo de este año, esa escultura de Franco exhibida en una nevera de Coca-Cola. Nada de prejuicios, pensé. Nada de frívolas injurias de las que me pueda arrepentir dentro de unos años. Por mucho que se hubiera destacado en los medios de comunicación, por poco que me pudiera apetecer verla, entendí que el objetivo de mi travesía por ARCO, mi deber para con la sociedad, debía ser encontrar la obra polémica en cuestión para formarme mi propia opinión y difundirla.
No sabía que me encontraría con tantos obstáculos, sin embargo. Nada más entrar en el pabellón me encuentro con una marabunta de gente excitada. Me entero de que en medio de todo ello van los príncipes. La vida a veces regala escenas que diluyen las fronteras que supuestamente separan a la “gente corriente” de los snobs de clase alta. En este día de feria reservado a profesionales del arte paso junto a dos mujeres jóvenes, una de ellas visiblemente emocionada, mostrando su cámara de fotos digital a su amiga mientras dice: “¡Mira, son ellos! ¡Les he hecho una foto!”.
Me voy fijando en los rostros de la gente según avanzo por la feria. Veo miradas de distracción y curiosidad, pero muy pocas de admiración. Me quedo parado en uno de los pasillos y miro detenidamente. Es una escena que he visto muchas veces, pero no en exposiciones de arte sino en centros comerciales. Algunos nos acercamos a las cartelas para ver cómo se llama el autor, otros para consultar el precio. Evidentemente, lo más normal es lo segundo, pero me pregunto cuántos lo hacen por interés en comprar y cuántos por mera curiosidad morbosa.
A todo esto, ¿dónde se habrá metido Franco? Doblo una esquina y me encuentro con un curioso mural en relieve: cinco bloques iluminados que deletrean, “F**K!”. ¿Debo reírme, aplaudir, sentirme insultado? Me veo desarmado, como tantas otras veces. En momentos como este recuerdo un reportaje que vi hace unos años acerca del arte contemporáneo. Uno de los entrevistados decía que el arte de nuestro tiempo es más fácil de comprender que el arte tradicional. Para descifrar la pintura del Renacimiento y el Barroco hacen falta códigos iconográficos de hace cuatro, cinco o seis siglos, nada menos. El arte contemporáneo, en cambio, está hecho para verse desde parámetros, valga la redundancia, contemporáneos. Comparto la opinión desde el momento en que la escuché, aunque lo cierto es que a veces cuesta discernir la iconografía que subyace en cosas como la palabra fuck.
Cierto arte hecho ahora se ve favorecido por el formato de las ferias: provocación inmediata, al estilo de la música pop más descaradamente comercial, hecha para degustar en el momento, en un primer y último shock. No parece este un lugar propicio para disfrutar del arte. Alguien me podría recriminar esta observación y recordarme, con mucha razón, que esto es un lugar para comprar y vender obras de arte, no para contemplarlas con religiosa serenidad, como si fuera un museo. No es eso lo que me molesta; es el hecho de que muchas veces se nos venda que Arco es un gran festival del arte cuando en realidad es un gran festival del mercado del arte. Llámenme ingenuo, pero aún creo que son cosas distintas.
De vez en cuando, sin embargo, sin previo aviso, se producen pequeños milagros. Algunos stands acaban por parecerse a verdaderas galerías de arte. No sé si es sólo una impresión mía o si verdaderamente aquí se detiene menos gente y hay mayor silencio. Siguiendo unas fiables recomendaciones, mi acompañante y yo descubrimos rincones donde se acumulan una sorprendente cantidad de obras buenísimas, sobre todo de artistas argentinos: César Paternosto, Sarah Grilo, Eduardo Stupía, Ana Sacerdote. Cuando los guardias de seguridad empiezan a desalojar el pabellón, pienso que ha valido la pena visitar la feria si me ha servido para apuntar algunos nombres nuevos, y no solamente de artistas: he quedado impresionado por los puestos de dos galerías en especial, la Jorge Mara-La Ruche de Buenos Aires y la DAN Galeria de São Paulo.
Salgo a la calle y al abrigarme caigo en la cuenta: me he quedado sin ver a Franco. Una lástima.
Impressions on ARCO
It’s sometimes good to listen to opinions on contemporary art from people who are outside the specialised media and critique. I would have liked to make my way to ARCO in a taxi, where a conversation might have begun between the driver and myself once he or she found out where I was heading. Probably, he or she would have politely expressed their reservations towards contemporary art. I, in turn, a graduate in Art History as I am, would probably have found myself defending my tribe with little conviction.
But the truth is I went to the fair by car, with only one previous reference: this year’s main appeal, a statue of Franco conserved in a Coca-Cola fridge. ‘No prejudices,’ I thought to myself. No easy remarks that may come back to haunt me in a few years’ time. No matter how many times I’d seen it on television or the newspapers, no matter how little I wanted to see it, I understood that my mission in ARCO, my commitment with society, was to find the polemical work of art in question in order to have a proper opinion and spread the word.
I didn’t know there would be so many obstacles, though. On my arrival, I find an excited mass of people. I find out that the prince and the princess are in the middle of all of it. Sometimes life presents use with scenes that blur the barriers that supposedly separate ‘common people’ and the snotty members of the upper classes. On a day reserved for members of the exclusive world of art, I pass by two young women, one of them clearly over the moon, showing her friend her camera whilst saying: ‘Look, it’s them! I’ve taken a picture of them!’
I pay attention to people’s faces as I advance through the fair. I see looks of distraction, of curiosity and amusement, but very few of admiration. I stand for a moment in the middle of one of the corridors and stare. It’s a scene I’ve seen many times before, but not in art exhibitions; rather in shopping malls. Some of us look closely at the signs next to the works to find out the artist’s name; others do so to check the price. Obviously, an art fair is basically for the latter, but I wonder how many people do it because they are interested in buying the piece and how many do it out of malicious curiosity.
By the way, where’s Franco? I take a turn into one of the corridors and find myself with a curious mural: five luminous blocks that read ‘F***K!’ Should I laugh? Applaud? Feel insulted? Once again, I find myself disarmed. It’s moments like these when I remember a documentary I saw about contemporary art a few years ago. One of the people who was interviewed commented on how the art of our time is easier to understand than traditional art. In order to comprehend Renaissance or Baroque painting, we need iconographical codes that date back four, five or six centuries ago. Contemporary art, on the other hand, is made to be seen from an equally contemporary perspective. I share this opinion from the moment I heard it, but sometimes it’s hard to discern the iconography behind things such as the word ‘f**k.’
Certain art made today benefits from the art fair format: immediate provocations, along the lines of the most unashamed commercial pop music, instant pills made to be taken in a single gulp, a lonely and forgettable shock. This doesn’t seem an appropriate place to enjoy art. Someone could recriminate me for this and remind me, very rightly so, that this is a place for the sale and purchase of art, not for its serene contemplation, as if it were a museum. This isn’t what bothers me; it’s the fact that we are frequently made to believe that ARCO is a great festival of art, when it is really a great festival of the art market. Call me naive, but I still believe these are two different things.
Once in a while, nonetheless, suddenly, one may find him or herself with small miracles. A few stands end up looking like real art galleries. I don’t know if it’s just my imagination or if there really are less people here and if it’s really quieter than in the rest of the fair. Following some reliable advice, my companion and I discover some corners full of excellent works, especially by Argentine artists: César Paternosto, Sarah Grilo, Eduardo Stupía, Ana Sacerdote. As the security guards begin to clear out the pavilion, I think my visit has been worthwhile if it has allowed me to jot down some new names, and not only of artists: I have been impressed by the stands of two galleries specifically, Jorge Mara-La Ruche, from Buenos Aires, and São Paulo’s DAN Galeria.
It’s as I reach the street and put my coat on that I realise: I’ve left without seeing Franco. A pity.
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